A Igreja e o verdadeiro progresso

          image1954_043_1A sacralização do mundo envolve que a esfera espiritual anime de tal forma as realidades temporais, que as impregne do espírito da Igreja, isto é, as imbua do Preciosíssimo Sangue Redentor. De fato, a morte de Jesus na cruz teve profundas consequências, não só nas almas, mas também em toda a ordem do Universo, conforme o atesta João Paulo II em sua primeira encíclica:

 

Em Jesus Cristo, o mundo visível, criado por Deus para o homem aquele mundo que, entrando nele o pecado, foi submetido à caducidade readquire novamente o vínculo originário com a mesma fonte divina da Sapiência e do Amor.[1]

 

            Porém, de acordo com o mesmo documento, o mundo ficou sujeito a certa caducidade com o decorrer dos séculos, comprovada por uma autodestruição e desrespeito pelo meio ambiente e pelo próprio homem. Esta nova época em que nos encontramos, de vôos cósmicos, conquistas científicas e técnicas nunca alcançadas antes, parece gemer e sofrer.[2]

            Esta denuncia feita na Redemptor Hominis, poderia levar a uma superficial consideração de que a Igreja é contra o progresso, tal seria, pois, enquanto tal e na verdadeira acepção da palavra, é uma coisa boa. A este respeito, escreveu Paulo VI em seu último livro, ainda enquanto Cardeal Montini, em 1963:

 

A cristandade não é um obstáculo ao progresso moderno porque não o considera apenas nos seus aspetos técnicos e econômicos, mas no total de seu desenvolvimento. Os bens temporais poderão certamente ajudar o completo desenvolvimento do homem, mas eles não constituem o ideal da perfeição humana ou a essência do progresso social.[3]

 

            O problema com o aparente progresso, este sim, criticado pela Igreja, está no fato de ter vindo acompanhado de uma filosofia de vida que parecia dispensar Deus e confiar na mera técnica, ou no próprio homem, tal como advertiu o então cardeal Ratzinger:

 

Não é a expansão em si das possibilidades técnicas que é má, mas a arrogância iluminista que, em muitos casos, esmagou estruturas desenvolvidas e calcou as almas de homens cujas tradições religiosas e éticas foram postas de parte de forma displicente. O desenraizamento das almas e a destruição de estruturas comunitárias que então ocorreram, são certamente o principal motivo pelo qual a ajuda ao desenvolvimento apenas muito raramente tenha conduzido a resultados positivos.[4]

 

            Thomas S. Kuhn, chegou mesmo a colocar o dedo na ferida e a levantar o problema para onde caminhava a ciência em meados do séc. XX, pois, seu processo parecia partir de estágios primitivos e aparentava não levar a pesquisa para mais perto da verdade ou em direção a algo, o que significava que um número inquietante de problemas poderiam advir.[5] Kierkegaard alertava que, tornando-se a ciência um modo de vida, então esse seria o modo mais terrível de viver: “encantar todo o mundo e se extasiar com as descobertas e a genialidade, sem, no entanto, [o homem] conseguir compreender-se a si mesmo”.[6] De fato, a mentalidade que decorreu de um inebriamento científico causado por um progresso que parecia não ter limites, afastando o homem da Verdade para se tornar ele próprio o absoluto, desligou-o do âmbito sobrenatural, negligenciando pontes de diálogo e levou-o a procurar o terreno em detrimento do espiritual, a valorizar o corpo e a negligenciar a alma, o que contribuiu para uma profunda secularização na sociedade atual.

            A realidade à qual chegamos, exige cada vez mais que os fiéis membros da Igreja se tornem, com fidelidade e filialidade, testemunhos e sinais da presença cristã em todos os campos da sociedade humana.

 

Poderá citar este artigo desde que não negligencie a fonte:

VICTORINO DE ANDRADE, José. A Igreja e o Verdadeiro Progresso: Sacralização e Pleno Desenvolvimento no mundo contemporâneo. 17 f. Trabalho (Mestrado em Teologia Moral) – UPB, 2009. p. 2-3.


[1]JOÃO PAULO II. Redemptor Hominis, n. 8.

[2] Idem.

[3] MONTINI, Giovanni Battista. The Christian in the Material World. Baltimore: Helicon, 1964. (tradução minha).

[4] RATZINGER, Joseph. Fé, Verdade, Tolerância. Traduções UCEDITORA: Lisboa, 2007. P. 71

[5] Cf. REALE, Giovanni. História da Filosofia: Do romanismo até nossos dias. V. 3. São Paulo: Paulus, 1991. p. 1046.

[6] Idem, p. 250.

“Si hubiera más confesores”….

Tuvimos oportunidad de leer – de la agencia Zenit, el 1º de octubre – la experiencia del sacerdote Pedro Fernández. Su experiencia. Bueno, podrá decir alguno, en el año sacerdotal, si cada uno va a poner sus experiencias, no tendríamos tiempo para cumplir nuestras obligaciones presbiterales.
Pero ésta sí que impresiona. Es su experiencia como confesor en la Basílica Papal Santa María Mayor.  A tiempo completo. Horarios fijos –¡qué maravilla de tener confesores sentados a las espera de los penitentes!- y, es claro, el tiempo para almorzar.
La aguda articulista, Carmen Elena Villa, destaca incisivamente que la oficina de este dedicado sacerdote no es con un ordenador, sino que es un confesionario.
En una parte de la entrevista comenta este confesor a tiempo completo que esto me permite estar en contacto directo con las personas y las almas.
El celo por las almas es lo que lo mueve, “veo mucha soledad” dice. Y por eso gasta su valioso tiempo en darse, en escuchar problemas (qué importante aspecto que en los días de hoy que cada vez más ocupa espacio dentro de las confesiones), en ayudar.
En catequizar, evangelizar, cuánta cosa entra en este dedicado servicio para la salvación de las almas.
Bien continúa diciendo: “si hubiera más confesores…abría más confesiones”. Simple pero profunda afirmación. Buscar al sacerdote cuesta más que si, lo ve sentado a la espera, es más fácil, se sienten los penitentes más atraídos. Es Jesús Nuestro Señor que los está esperando para perdonarlos.
Y termina destacando la belleza de la confesión, es para recibir el perdón, “Es el sacramento de la paz con uno mismo”.
Y para nosotros, sacerdotes la frase final: “Confesándose es como uno aprende a confesar. Difícilmente uno puede ser un confesor si no se confiesa bien”.
Muy bien por el reportaje. Mi alegría por el buen ejemplo del Padre Pedro Fernández y por haber Carmen Elena Villa hecho esta original entrevista.

SIGUE LA NOTICIA…
Confesores a tiempo completo en las basílicas mayores de Roma
El padre Pedro Fernández habla de su experiencia como confesor en Santa María Mayor.

ROMA, jueves 1 de octubre de 2009 (ZENIT.org) Tienen un horario fijo, día de descanso y un par de horas libres para almorzar. Su oficina no es un escritorio con un ordenador. Es un confesionario.
Las basílicas mayores de Roma y algunas otras iglesias como la de Jesús, donde yace la tumba de San Ignacio de Loyola, ofrecen diariamente el servicio de confesión en diversos idiomas, durante todo el día.
Una luz roja indica que están disponibles para administrar este sacramento a quien lo busque. Tienen allí letreros de los idiomas en que pueden ser confesados: inglés, francés, español, italiano, portugués, polaco, alemán son los más comunes. También hay avisos que indican los horarios disponibles.
Algunos fieles se acercan con un poco de duda o temor y al final se lanzan. Otros van periódicamente. Especialmente quienes viven en Roma.
En las cuatro basílicas mayores siempre ha existido este servicio, organizado por el Papa San Pío V (1566 – 1572). Depende directamente de la Penitenciaría apostólica, organismo vaticano encargado de las concesiones de indulgencias, que asigna a diferentes ordenes religiosas la confesión en diferentes basílicas.
En la basílica de San Pedro están los franciscanos conventuales, en San Juan de Letrán, los franciscanos menores; en Santa María la Mayor, los frailes dominicos y en San Pablo Extramuros , los monjes benedictinos.
ZENIT habló con el sacerdote dominico Pedro Fernández, confesor en Santa María la Mayor. Para él, esta labor significa “ejercitar el sacerdocio que la Iglesia me ha confiado en nombre de Cristo. Me permite estar en contacto directo con las personas y las almas”.
Señala que su misión muchas veces va más allá de absolver: “Veo mucha soledad. Hay penitentes que vienen deseando desahogarse, ser escuchados. El confesor debe aprovechar esta ocasión para ayudarlos, en primer lugar a darse cuenta de los pecados para poder arrepentirse, porque nadie se arrepiente de lo que no conoce”.
Incluso, el diálogo con el penitente, puede ser también una oportunidad para evangelizar: “se experimenta bastante ignorancia religiosa. Conviene que el confesor haga en ese momento una catequesis adecuada”.
El padre Fernández admite que para administrar este sacramento como debería ser, la Iglesia necesita muchas manos: “Si hubiera más confesores, habría más confesiones. Siempre cuesta ir a pedir a un sacerdote que me confiese pero si lo veo sentado es más fácil”.
A quien perdonéis los pecados, serán perdonados
El presbítero enfatizó la importancia de que los fieles vean este sacramento como un regalo y no como un castigo: “Tenemos que acercarnos a la confesión para acoger este perdón. Ahí está la belleza de la confesión. Es el sacramento de la paz con uno mismo”.
Y como en todo trabajo, hay días más atareados que otros, en los que más fieles acuden y las filas se hacen más largas: “en Adviento, Cuaresma, los primeros viernes del mes hay muchos más. Es una experiencia estupenda ver una persona arrepentida”.
Pero, ¿Por qué contarle mis pecados a un sacerdote?, ¿por qué no confesarme con Dios directamente? Son preguntas que miles de católicos se hacen. El padre Fernández explica:
“A Dios nadie le ha visto. La relación con Él es mediacional. En nuestra fe, esa mediación es por medio de los sacramentos, la fe y la experiencia mística”.
“Para confesarte tienes que tener fe, creer en Dios, en tus pecados y arrepentirte . No es un camino impuesto por la Iglesia. Es un camino que nos indica la fe.”.
Y señala el verdadero sentido de la confesión: “No se trata de un consultorio psicológico y que te den una razón humana de tus problemas. Sobre todo es el perdón”.
Un sacramento al cual Benedicto XVI ha hecho gran énfasis en este año sacerdotal: “El hecho de que el Papa recomiende a los sacerdotes que nos sentemos a confesar, quiere decir que tenemos que se conscientes de nuestra identidad y santificación”, dice el padre Fernández.
Y concluyó su diálogo con ZENIT asegurando que nadie da lo que no tiene: “Confesándose es como uno aprende a confesar. Difícilmente uno puede ser un confesor si no se confiesa bien”.
[Por Carmen Elena Villa]

Souffrir passe, avoir souffert ne passe pas!

En la biblioteca de la casa Madre de los Heraldos del Evangelio en Sao Paulo me deparé, hace ya algunos años, con un pequeño libro de piedad que trataba sobre el sufrimiento. Tenía un formato tipo devocionario, era en francés  y creo que databa del siglo XIX.
Es de ese tipo de libros que han ido desapareciendo de muchas bibliotecas de seminarios y casas de espiritualidad por estar fuera de moda. En efecto, la presentación un tanto fuera de moda, y, más que nada, la materia que trataba, no es del agrado de una cierta mentalidad moderna que, entretanto, está cada vez más sedienta de mucha cosa que  arbitrariamente fue poniendo de lado…
Ignoro si el tal libro, cuyo autor y título no guardé en la memoria, está todavía en nuestra biblioteca.
Recuerdo que su lectura me interesó bastante y me hizo un considerable bien espiritual. En la ocasión, tomé algunas notas copiando una meditación que dejo aquí, en su idioma original, para el beneficio de algún lector que aprecie la lengua y, sobretodo, el tema
Tengo conciencia que el meditar sobre el sufrimiento es siempre apropiado y especialmente en este año sacerdotal, dado que el sacerdote inmola en el altar al Señor y, al mismo tiempo, se inmola con Él, como oportunamente fue recordado en una nota publicada en este mismo “site” unos días atrás bajo el título: “Todo sacerdote debe ser una víctima”.
Sin más preámbulo, paso a transcribir la meditación, cuyas notas guardo con cariño:

Une âme qui souffre dans le pur amour-et sans se regarder- est plus utile à l´Eglise militante et au monde entier qu´aux heures de son apostolat le plus éclatant. On rachète les àmes en mourant pour elles. Ce n´ait ni par ses paroles, ni par ses miracles que Jésus a sauvé le monde, mais en donnant sa vie.
La souffrance est sanctificatrice et achève ici-bas notre suprême configuration au Christ: Dieu forme les saints en les identifiant au Crucifié.
Dans le plan de Dieu la souffrance est d´abord expiatrice et reparatrice. Par elle l´homme coupable rachète ses fautes et celles de ses frères.
La souffrance est aussi purificatrice: elle nous détache des joies fugitives et mensongères du péché. L´âme élevée au-dessus de la terre come le Christ au Golgotha, se tourne vers le ciel, se séparant de tout ce qui n´est pas Dieu!
La souffrances est méritoire et corédemptrice: “J´accomplis dans ma chair ce qui manque à la Passion du Christ pour son corps qui est l´Eglise” (Colossiens, I, 24).
La souffrance enfin est divinatrice: “Il n´y a pas de proportion entre les souffrances de la vie présente et le poids d´éternelle gloire” (Romains VIII, 18; II Cor. IV, 17), qui en sera la récompense dans la visión de la Trinité.
Se laisser crucifier c´est se laisser diviniser. Quells sont les saints du paradis qui regrettent d´avoir souffert? Souffrir passé, avoir souffert ne passé pas!

Pienso que en otro idioma, estas ideas tan sencillas y a la vez tan sublimes, perderían algo de su nervio vital, expresadas como están con esa precisión y belleza. Por eso no quise traducirlas corriendo el riesgo de pasar por pedante.