El Pan de Vida

“Concédenos, Dios todopoderoso,
“que de tal manera saciemos
“nuestra hambre y nuestra sed en estos sacramentos,
“que nos transformemos en lo que hemos recibido.
Por Jesucristo, nuestro Señor”.

En esta oración post-comunión de la XXVII semana del tiempo ordinario, está dicho con precisión teológica y sencillez de expresión, la meta del misterio Eucarístico.
Transformarnos en Cristo: he ahí el objetivo de la Eucaristía.
En el capítulo VI de su Evangelio, San Juan nos relata el sermón Eucarístico de Jesús, cuando Él se revela como pan vivo bajado del cielo para ser comido y garantizar así la resurrección y la vida eterna. Ese anuncio chocó profundamente a muchos discípulos que a partir de ese momento le dejaron definitivamente ¿¡Cómo puede ser eso de comer el cuerpo y beber la sangre del Maestro!? Otros, como los apóstoles, fueron confirmados en su vocación.
En esta declaración y en su posterior concretización durante la última Cena y el Calvario (que son un mismo misterio), está expresado todo el amor infinito y la intención salvífica de Jesús.
Es que la comida de este pan, es muy distinta de cualquier otro pan o alimento humano. O inclusive del propio maná prodigioso del desierto.
Analicemos. El hombre viviente mata primero lo que ha de comer e incorpora después a su vida humana la materia inerte que ingirió. Mata animales, cuece al fuego la comida, deglute plantas o frutas y todo eso, perdiendo su forma original, es ingerido e incorporado al organismo racional de quien los comió. Si los manjares tuvieran conciencia, se enorgullecerían, pues el hombre humaniza y espiritualiza la materia que lo sustenta.
En la comunión del Pan de Vida es al revés. Ese pan no es materia inerte sino viva. Es el Verbo de Dios hecho hombre que se hace alimento para ser comido. Y cuando lo comemos, no lo transformamos en vida humana, como a los demás alimentos que ingerimos, sino que nos Él transforma a nosotros en divinos. Él no se hace uno con nosotros sino que nos hace uno con Él, asimilándonos y convirtiéndonos en miembros de su cuerpo que es la Iglesia.
Recordemos que al comulgar, no recibimos a Jesús muerto sino a Jesús resucitado, vivo. Si fuese el cuerpo difunto del Salvador, le estaríamos dando vida en nuestro recuerdo, en nuestro amor o en nuestro organismo. Cuando recordamos a nuestros seres queridos en el aniversario de su muerte, por ejemplo, de alguna manera les damos vida en nuestro corazón.
Con Jesús no es así. Él está vivo y nos transforma comunicándonos su vida superior.
¡Qué prodigio de bondad es la Eucaristía que de esta forma nos diviniza! ¡Y qué locura dejar de celebrar, dejar de comulgar, para saciarnos de cosas terrenales corruptibles y hasta nocivas!
La comunión es alimento, es remedio, es misterio transformador y creador.