El silencio para pensar

auroraPe. Hamilton Naville

            Durante un encuentro con profesores y alumnos de las Universidades Eclesiásticas de Roma, Benedicto XVI afirmó que precisamos del silencio para alcanzar la contemplación, “el pensamiento tiene siempre necesidad de purificación para poder entrar en la dimensión en la cual Dios pronuncia su Palabra creadora y redentora, es su Verbo “que salió del silencio”, para usar la bella expresión de San Ignacio de Antioquía (Carta a los  Magnesios, VIII, 2)”[1].

            Así somos los hombres, debemos pensar en silencio para alcanzar las verdades más altas.

            Se podrá argumentar que el pensamiento puede ser ayudado por la música.  Es verdad, pero cuanto más suave y armoniosa la música, cuanto más leve su volumen, más facilita el pensar.

            La estridencia, la cacofonía, ahuyentan el pensamiento profundo.

            Y cuando la cacofonía no es la cacofonía exterior, producida por ruidos estridentes en la calle, sino que es la cacofonía interior que puede traer una vida desarreglada o un impaciente frenesí por las cosas banales, el resultado del pensamiento es más pobre aún.

            El sacerdote y filósofo español Jaime Balmes, en su obra magistral “El Criterio”, afirmaba muy claramente algo que a primera vista nos parece obvio: “El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error”[2].

            Pues bien, si en este momento en el que los conceptos de “verdad” y “error” son banalizados porque en muchos ambientes está vigente lo que el Cardenal Ratzinger[3], pocos días antes de ser Papa, llamó “la dictadura del relativismo”, es necesario volver a focalizar la filosofía, ese amor de la sabiduría, como amor de la verdad, que es la finalidad del entendimiento. No tenemos la facultad de entender o pensar simplemente para que ideas caóticas se reúnan en nuestra cabeza, y poder expresar una u otra indistintamente sin valorizar. ¡Tenemos la facultad de pensar para buscar y alcanzar la verdad!

            Continúa Balmes un poco más adelante:

Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende[4].

            Y no “da lo mismo” llegar a la verdad o no llegar… Volvemos a Balmes:

Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero, cuando conocemos la verdad a medias podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras[5].

            Para llegar al conocimiento de esa verdad, es necesario pues, pensar bien, y para pensar bien, como es obvio, es necesario prestar atención a lo que se piensa, meditar y tener las condiciones necesaria para eso, que no la encontraremos en el bullicio. Por lo cual indica Balmes más adelante:

El primer medio para pensar bien es atender (…)Se nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja, intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos que nos distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias interesantes, que se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de contarle a otros o de meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos presenta el hecho desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la atención debida[6].

            Es el ruido, podemos agregar a lo que dice Balmes, el ruido físico, el estrépito, o el ruido en sentido analógico, el caos en las ideas, o la falta de serenidad en el momento de formular una idea, la que nos lleva muchas veces a no prestar esa “atención debida”, a lo que se debe prestar atención. O el ruido que nos distrae, en el sentido etimológico, nos lleva de un lugar a otro, y a no prestar atención a aquello que deberíamos, y nos encamina al error.

            Otra de las fuentes de errores, distracciones, y de percepciones equivocadas, es el exceso de palabras. El exceso de palabras o confunde (da a entender una cosa diferente a aquella que se está queriendo prestar atención), o nos hace entender algo que puede ser incluso diametralmente opuesto a lo que quien se expresa está queriendo decir.

            Y el exceso de palabras, en el mundo contemporáneo, no es solamente porque hay personas que utilizan muchas palabras, sino, peor aún, porque todos hablan al mismo tiempo. Y eso confunde.

            ¡Ese es el ruido contrario a la filosofía!         

 

NAVILLE, Hamilton. El silencio que habla. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teologia, Filosofia y Humanidades. Licenciatura Canónica em Filosofia. Medellin, 2009. p. 36-39.


[1] BENEDICTO XVI, Papa, Hay que educarse em el silencio y en contemplación para alcanzar familiaridad amorosa com la palabra de Dios.  L’Osservatore Romano.  Vaticano. No. 43 (Oct., 2006); p. 13.

[2] BALMES, Jaime. El criterio. Biblioteca electrónica cristiana. [En línea]. <Disponible en: http://multimedios.org/docs/d000152/p000001.htm> [Consulta: 9 Mar., 2009].

[3]  AQUINATE.  Dictadura y relativismo. [En línea]. <Disponible en: http://www.aquinate. net/revista/caleidoscopio/Ciencia-e-fe/Ciencia-e-fe-2-edicao/Fe-2-edicao/fe-ratzinger-homilia-ditadura-relativismo.htm> [Consulta: 15 May., 2009].

[4] BALMES, Op. Cit.

[5] Ibid.

[6] Ibid.

EL SILENCIO, UN VALOR OLVIDADO

caminhoPe. Hamilton Naville, EP

 

El silencio, en varias ocasiones, es presentado como un medio de aislamiento. Las reservas del silencio han sido invadidas y agotadas. El hombre globalizado está en crisis, y por lo tanto tiene necesidad de procurar en sí mismo la respuesta  positiva para tantos males que lo rodean.

 

Uno de esos males es la falta de silencio. Silencio exterior, y silencio interior. El frenesí, la exigencia (“time is money”) de la velocidad vertiginosa para el trabajo y hasta para los escasos tiempos de descanso, arrastran al hombre a un estado de tensión en la cual se debe apuntar como importante la falta del silencio.  Y con la falta de silencio, la falta del recogimiento, indispensable para pensar y para analizar y discernir.

Nuestro tiempo está carente de recogimiento. Así, se expresa  Michele Federico Sciacca: “Nuestra época ruidosa carece de armonía, de silencios, de sonidos. Pobre de “palabras” y rica de “voces”[1].

 

Por otro lado, es un tiempo atosigado por el ruido. La estridencia sonora es la característica de la música, de las máquinas que operan en los espacios públicos y privados de los medios de comunicación social y el  ritmo de vida moderna cada vez más remite el ser humano al exterior por la dispersión y la superficialidad.

 

En lo que Marshall Mac Luhan llamó “la aldea global”,  todos quieren hablar, y hablar al mismo tiempo. Las voces se entrecruzan y nadie escucha al otro. Y lo que es peor nadie se escucha a sí mismo. Es en el silencio interior que el hombre se encuentra a sí y el universo que lo rodea, piensa ordenadamente, y busca solución a sus males y encuentra cuáles son los verdaderos bienes – por contraposición a determinados “bienes” instantáneos y pasajeros que son auténticos males, y que aumentan su angustia.

 

Levantó este tema, no hace mucho, la película alemana “Die Grosse Stille” (El Gran Silencio), del director Philip Gröning, filmado dentro de la célebre cartuja de Grénoble (Francia) llamada “La Gran Cartuja”. Se trata de un documental de 165 minutos (¡casi tres horas!) en el cual reina el silencio. Sólo  se oye una u otra vez la música del canto gregoriano que los monjes utilizan para la oración,  la campana de convento, que señala las diversas actividades diarias, el llamado a la oración y al trabajo y  los pequeños decibelios de los sonidos agradables de la vida cotidiana de los monjes.

Objetaríamos que ese filme, con la búsqueda del bullicio contemporáneo,  estaría destinado al fracaso, pero no. Comenta la periodista  Sara Martín del  diario La Razón:

 

Alguien podría pensar que este filme-documentario estaba condenado a pasar desapercibido al gran público, aparentemente ansioso por thrillers de acción y suspenso, y poco interesado en una película que transborda paz y tranquilidad por los cuatros costados. Pero no fue así. “El Gran Silencio” fue un suceso de taquilla en Alemania, donde superó a Harry Potter, y  en Italia[2].

 

 

La Academia de Cine Europeo atribuyó el 1er. Premio en la Categoría  Documental, afirmando que hubo “capacidad de narrar la mística y nuestra necesidad de calma y silencio, en contraste con la vida moderna”[3].

 

Este suceso es porque el silencio  atrae y fascina al hombre, pero al mismo tiempo por causa de la constante velocidad en que vive el mundo globalizado, el hombre moderno tiene verdadera repulsa a ese recogimiento interior.

La abundancia de ruido y la escasez de silencio trae no pocos problemas para la salud, que a su vez, impactan el equilibro psíquico y en la falta de paz de alma.

 

NAVILLE, Hamilton. El silencio que habla. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teologia, Filosofia y Humanidades. Licenciatura Canónica em Filosofia. Medellin, 2009. p. 18-19



[1] SCIACCA, Michael Frederico. El silencio y la palabra. Barcelona: Miracle, 1961. p. 115.

[2] ACIDIGITAL. El gran silencio. [En línea]. <Disponible en: http://www.acidigital.com/noticia.php?id=8324> [Consulta: 14 Abr. 2009].

[3] HERALDOS DEL EVANGELIO. Filme sobre la vida de los cartujos: mejor noticiero de 2006. En: Heraldos del Evangelio.  San Pablo.  No. 61 (Nov., 2007); p. 24-25.