Los sacramentos de vivos y la gracia

papa-comunhao(Del libro “Teología Moral para Seglares”, del Pe. Royo Marín, O.P. ‑ B.A.C., 1958, vol. II, pp. 32‑33:)

Los sacramentos de vivos se ordenan a la segunda gracia, o sea, a aumentarla en un sujeto que ya la posee. Pero puede ocurrir que produzcan accidentalmente la primera gracia en un sujeto desprovisto de ella. Para ello es preciso que se reúnan estas dos condiciones indispensables:

1o. Que el individuo desprovisto de la gracia se acerque de buena fe a recibir un sacramento de vivos (v. gr., ignorando que se encuentra en pecado mortal). Si falta esta buena fe, o sea, si el individuo se acerca a recibirlo a sabiendas de que está en pecado mortal, comete un horrendo sacrilegio y de ninguna manera recibe la gracia sacramental.

2o. Que se acerque a recibirlo con atrición sobrenatural de sus pecados. No se requiere la perfecta contrición, porque entonces ya se acercaría en estado de gracia y estaríamos fuera del caso presente.

La razón de esta doctrina tan consoladora está en la definición dogmática del concilio de Trento, según la cual ‑ como ya vimos ‑ los sacramentos de la Nueva Ley confieren la gracia a todos los que no les ponen óbice. Ahora bien: el pecador atrito que sin conciencia de pecado mortal se acerca a recibir un sacramento de vivos (v. gr., el que se confesó bien de sus pecados con dolor de atrición, pero no recibió válidamente la absolución por descuido o malicia del confesor y se acerca a comulgar ignorando que no ha sido absuelto válidamente) no pone obstáculo alguno, encuanto está de su parte, a la infusión de la gracia. Porque la única indisposición que repugna a la infusión de la gracia es la mala voluntad aferrada a sabiendas al pecado; pero el pecador atrito que se cree de buena fe en gracia de Dios no tiene su voluntad aferrada al pecado, sino todo lo cotrario; sus disposiciones subjetivas son exactamente iguales que las del que está en posesión real de la gracia de Dios; luego no hay ninguna razón para que no reciba la gracia sacramental que lleva consigo el sacramento de vivo; luego la recibe de hecho, según la declaración del concilio Tridentino.

Corolarios: 1o. Es muy conveniente hacer un acto de perfecta contrición antes de recibir cualquier sacramento de vivos, para que éste produzca directamente su efecto propio; pero, al menos, hay que hacer siempre un acto de atrición sobrenatural, para recibir la gracia indirectamente si de hecho no la poseyéramos aún.

2o. La persona que acaba de recibir de buena fe (o sea, sin conciencia de pecado grave) y al menos con atrición de sus pecados un sacramento de vivos (v. gr., la eucaristía), puede estar moralmente cierta [4] de hallarse en estado de gracia, más todavía que después de una buena confesión. Esta doctrina es altamente consoladora para personas escrupulosas, que nunca acaban de tranquilizarse por mucho que se confiesen”.

[Nota 4] Se trata únicamente de una certeza moral, que excluye cualquier duda imprudente; no de una certeza absoluta o de fe, que nadie puede tener en este mundo a menos de una especial revelación de Dios, como declaró expresamente el concilio de Trento (D 802; cfr. 823‑826)”.

De los delitos y penas y el sacramento de la confesión

Pe. Jorge Maria Storni, EPconfissao

 

El pecado mortal puede tipificar también un delito penal sujeto a una pena, la cual puede impedirle al pecador recibir válidamente la absolución, hasta tanto la pena no haya sido levantada.

            Este tema excede evidentemente los límites de este trabajo, y materia del derecho penal canónico, y se encuentra legislado en el Libro VI del Código.

            Sin embargo, nos atrevemos a dar al respecto una sucinta explicación, dada la relevancia que el mismo tiene, especialmente para los confesores, dejando su profundización para ocasión.

            La Iglesia tiene derecho originario y propio a castigar con sanciones penales a los fieles que cometen delitos.[1] Nadie puede ser castigado, a no ser que le sea gravemente imputable la violación externa de una ley o precepto. Debe haberlos infringido deliberadamente; quien lo hizo por omisión de la debida diligencia no debe ser castigado, a no ser que la ley o precepto dispongan otra cosa. Cometida la infracción externa se presume la imputabilidad, salvo que conste lo contrario.[2]

            El levantamiento o cesación de las penas, según los delitos, puede estar reservado a la Sede Apostólica, a los ordinarios, o a los ordinarios del lugar.[3] El confesor puede remitir en el fuero interno sacramental la censura latae sententiae de excomunión y de entredicho que no haya sido declarada, si resulta duro al penitente permanecer en estado de pecado grave durante el tiempo que sea necesario para que el Superior provea. En estos casos, en confesor ha de imponer al penitente la obligación de recurrir al Superior competente, a un sacerdote que tenga esa facultad, en el plazo de un mes, bajo pena de reincidencia.[4]

            En virtud de su oficio, tienen la misma facultad, ordinaria y no delegable, el canónico penitenciario, tanto de la iglesia catedral como de una colegiata, siempre que no se trate de censuras reservadas a la Santa Sede.[5] También, como ya fue dicho, todo sacerdote aún desprovisto de la facultad para confesar,  absuelve válidamente a cualquier penitente que se encuentra en peligro de muerte, y absuelve lícitamente de toda censura y pecado, aunque se encuentre presente un sacerdote aprobado.[6]

            De lo dicho más arriba, aunque muy sintéticamente, se deduce la relevancia que tiene para el confesor conocer los delitos, y las penas que a cada uno de ellos le corresponde;  la extensión y consecuencias de cada pena; la autoridad competente para levantarlas o hacerlas cesar; los procedimientos correspondientes para ello, sea en el fuero interno o externo, y en el fuero interno sacramental.

            No son propiamente los pecados en si mismos, cuya absolución está reservada a una autoridad determinada, sino el levantamiento de las penas, pues es posible que el mismo pecado haga incurrir o no en una determinada pena, según ciertas condiciones, como por ejemplo, la edad del deficiente.

            En este sentido, no queda sujeto a ninguna pena, entre otros supuestos, quien no ha cumplido dieciséis años; o quien ignoraba sin culpa que estaba infringiendo una ley o precepto, y a la ignorancia se equipara la inadvertencia y el error.[7]

STORNI, Jorge. La misión de santificar de la Iglesia Católica y el sacramento de la reconciliación.  Mestrado em Direito Canônico — Pontifício Instituto de Direito Canônico do Rio de Janeiro, 2009. p. 20-22.


[1] Can. 1331

[2] Can. 1321

[3] Cf. Can. 1354-1356

[4] Cf. Can. 1357

[5] Can. 508

[6] Can. 976

[7] Cf. Canon 1323