De los delitos y penas y el sacramento de la confesión

Pe. Jorge Maria Storni, EPconfissao

 

El pecado mortal puede tipificar también un delito penal sujeto a una pena, la cual puede impedirle al pecador recibir válidamente la absolución, hasta tanto la pena no haya sido levantada.

            Este tema excede evidentemente los límites de este trabajo, y materia del derecho penal canónico, y se encuentra legislado en el Libro VI del Código.

            Sin embargo, nos atrevemos a dar al respecto una sucinta explicación, dada la relevancia que el mismo tiene, especialmente para los confesores, dejando su profundización para ocasión.

            La Iglesia tiene derecho originario y propio a castigar con sanciones penales a los fieles que cometen delitos.[1] Nadie puede ser castigado, a no ser que le sea gravemente imputable la violación externa de una ley o precepto. Debe haberlos infringido deliberadamente; quien lo hizo por omisión de la debida diligencia no debe ser castigado, a no ser que la ley o precepto dispongan otra cosa. Cometida la infracción externa se presume la imputabilidad, salvo que conste lo contrario.[2]

            El levantamiento o cesación de las penas, según los delitos, puede estar reservado a la Sede Apostólica, a los ordinarios, o a los ordinarios del lugar.[3] El confesor puede remitir en el fuero interno sacramental la censura latae sententiae de excomunión y de entredicho que no haya sido declarada, si resulta duro al penitente permanecer en estado de pecado grave durante el tiempo que sea necesario para que el Superior provea. En estos casos, en confesor ha de imponer al penitente la obligación de recurrir al Superior competente, a un sacerdote que tenga esa facultad, en el plazo de un mes, bajo pena de reincidencia.[4]

            En virtud de su oficio, tienen la misma facultad, ordinaria y no delegable, el canónico penitenciario, tanto de la iglesia catedral como de una colegiata, siempre que no se trate de censuras reservadas a la Santa Sede.[5] También, como ya fue dicho, todo sacerdote aún desprovisto de la facultad para confesar,  absuelve válidamente a cualquier penitente que se encuentra en peligro de muerte, y absuelve lícitamente de toda censura y pecado, aunque se encuentre presente un sacerdote aprobado.[6]

            De lo dicho más arriba, aunque muy sintéticamente, se deduce la relevancia que tiene para el confesor conocer los delitos, y las penas que a cada uno de ellos le corresponde;  la extensión y consecuencias de cada pena; la autoridad competente para levantarlas o hacerlas cesar; los procedimientos correspondientes para ello, sea en el fuero interno o externo, y en el fuero interno sacramental.

            No son propiamente los pecados en si mismos, cuya absolución está reservada a una autoridad determinada, sino el levantamiento de las penas, pues es posible que el mismo pecado haga incurrir o no en una determinada pena, según ciertas condiciones, como por ejemplo, la edad del deficiente.

            En este sentido, no queda sujeto a ninguna pena, entre otros supuestos, quien no ha cumplido dieciséis años; o quien ignoraba sin culpa que estaba infringiendo una ley o precepto, y a la ignorancia se equipara la inadvertencia y el error.[7]

STORNI, Jorge. La misión de santificar de la Iglesia Católica y el sacramento de la reconciliación.  Mestrado em Direito Canônico — Pontifício Instituto de Direito Canônico do Rio de Janeiro, 2009. p. 20-22.


[1] Can. 1331

[2] Can. 1321

[3] Cf. Can. 1354-1356

[4] Cf. Can. 1357

[5] Can. 508

[6] Can. 976

[7] Cf. Canon 1323