Mucho bien se puede y se debe hacer. Es una obligación hacer buenas obras. Ya el apóstol Santiago nos enseña que la fe sin obras no cuenta.
Pienso en el caso de un celoso ministro de Dios que quiera trabajar en este Año Sacerdotal con constancia y fecundidad en la conversión de las almas y en la regeneración de la sociedad, elaborando para ello sabios planes de acción. Sabios en la teoría y sabios en la ejecución.
Lo poco que pueda hacer tendrá ciertamente mucho valor, porque viendo cuanto el mal se proclama y se realiza en el mundo de hoy, nunca será suficiente hacer pesar en la balanza el peso de las buenas obras que tanto escasean. Las hay, sí. Pero muy localizadas y sofocadas. Manos a la obra: es preciso trabajar!
Entretanto… no es la acción lo que más pesa en la economía divina cuando se trata de computar méritos. No es la acción, es la oración. Nos lo dice magistralmente San Juan de la Cruz, con su insuperable pluma de doctor y literato.
“Adviertan aquí los que son muy activos que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios –dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían- si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse en oración con Dios.
Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración y habiendo cobrado fuerzas espirituales, porque de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada y aún a veces daño…”
¡Atención a los predicadores, y mentores de obras exteriores…necesarias!