La Economía de la Revelación en la Lumen Gentium

luzPe. José Francisco Hernández Medina, EP

El objetivo pastoral fue, sin duda, la nota preeminente del Concilio Vaticano II. Tanto Juan XXIII (en el discurso en el que anunció el Concilio, el 25 de enero de 1959, pero sobre todo en el de apertura del Concilio, el 11 de octubre de 1966); como Pablo VI así lo declararon en diversas ocasiones. Su importancia se verá confirmada por las opciones concretas y por los hechos y actos que lo han marcado profundamente. En cierto sentido corresponde más que otros concilios a la estructura de la «historia de la salvación» (o de la revelación) por la cual incluso los «hechos y las palabras»  se llaman mutuamente.

Si bien que la Constitución Apostólica Gaudium et spes no trata directamente de la «economía de la salvación», si se refiere a la historia de la salvación, conceptos profundamente relacionados. La Gaudium et spes  se fija más en el momento presente, si bien recoge los momentos fundamentales de la historia de la salvación. En especial el momento de la creación en el que Dios manifestó – al tiempo que crea al hombre – su plan divino sobre la humanidad y su alianza con un pueblo[1].

1.1  Lumen Gentium

Según algunos teólogos, la Lumen Gentium es el «corazón del Concilio», si bien que la Dei Verbum es considerada, por alguna de estas corrientes como el documento más decisivo[2].

La Lumen Gentium está en el centro del Concilio y es una de las dos constituciones dogmáticas. Con la Dei Verbum toca el ápice de la autoridad magisterial.

Podemos dividir esta Constitución en cuatro grupos de capítulos. El primero sobre el misterio de la Iglesia, en su esencia y en el Pueblo de Dios. El segundo sobre la estructura la Iglesia: pastores y laicos. El tercero sobre el fin específico de la Iglesia: su misión, la santidad y la santificación del mundo así como los religiosos. El cuarto grupo, por fin,  sobre los santos y María; la fase final y eterna de la Iglesia[3].

1.1.1  Los Laicos

En dos momentos, utiliza esta constitución dogmática, le expresión que nos ocupa. Será en el capítulo cuatro, el específico de los laicos dentro de la Iglesia, en el apartado 36.

El Concilio considera la Iglesia más que bajo el aspecto jurídico u organizativo bajo el aspecto total de Pueblo de Dios dentro de la vocación universal a la santidad. Así, el Concilio profundizará más sobre la conciencia de ser Cuerpo Místico de Cristo, entrando en contacto con el mundo contemporáneo y con los diversos pueblos de la tierra, con una conciencia más orientada a la evangelización y a la salvación que Cristo le ha dado.

En este contexto, el Concilio muestra como los laicos son miembros del Pueblo de Dios y que tienen una presencia propia e insustituible, en la comunidad eclesial. La misión de la Iglesia se refleja y se expresa, también, en el estado laical. Teniendo la importancia que la constitución nos muestra, el laico está llamado a una colaboración de enorme alcance con la jerarquía, de la que no puede sustraerse. Sacramentalmente destinado, por el bautismo, a participar también él de los poderes de Cristo y de los carismas concedidos a toda la Iglesia, participa a su vez, por lo tanto, en la triple misión de Cristo, sacerdotal, profética y real.

El Concilio termina recordando que el seglar tiene la obligación de estar y de trabajar en el mundo, como el alma en el cuerpo. Siendo la Iglesia el Pueblo de Dios, escogido y llamado en medio del mundo por obra de Cristo, introduce en la realidad eclesial algo de dinámico. Este Pueblo tiene una vida en continua evolución. Es un camino fijado por Dios que va desarrollándose. Elegido y formado por Dios, por la revelación y los sacramentos, el Pueblo de Dios es, en medio del mundo, señal del Salvador; es como el sacramento de la salvación ofrecido a todos los hombres. Junto con el clero y los religiosos, los laicos entran a formar parte del Pueblo de Dios. Los laicos constituyen el Pueblo de Dios en aspectos y modalidades propias. Ellos se encajan dentro de la «economía de la salvación» de una manera clara y definida, inequívoca. Su misión como miembro del Pueblo de Dios, su colaboración en el plan salvífico de Cristo él las ejerce en la vida profana, en el siglo. Su eclesialidad el laico la vive en el mundo, no «ad extra» de la Iglesia, sino que ellos son la Iglesia en el mundo y actuando como tales[4].

Los derechos y deberes, como miembros de la Iglesia y como miembros de la sociedad humana, los seglares deben saberlos conjugar armónicamente, conscientes de los mismos y de su papel; pues en ningún momento de su vida en el siglo dejan de ser cristianos[5].

No podía dejar de tratar, el Concilio, sobre la relación del laico en la «economía de la salvación» dado el papel clave que en la Lumen Gentium se le otorga.

1.1.2  Oficio De La Santísima Virgen En La Economía
de La Salvación

En el capítulo VIII de la constitución, titulado La Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, en su apartado II, se nos habla, precisamente, de su papel en la «economía de la salvación».

Nos dice la constitución que para realizar la redención, el Hijo de Dios «se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen»: por lo cual los cristianos deben honrar a María, Madre de Dios[6]. El Concilio quiere, debido al vínculo estrecho e indisoluble que tiene María, como predilecta del Padre, templo del Espíritu Santo y verdaderamente Madre, mostrar la función de la Santísima Virgen en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico de Cristo.

En el párrafo 55 de la constitución se nos dice claramente que el papel de María como Madre del Redentor aparece en la historia de la salvación siempre más clara. Ella no fue instrumento pasivo, en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación del hombre con fe y obediencia totalmente libres. A su vez, Ella acompaña la obra de la redención desde la concepción virginal, a lo largo de su infancia y de su vida oculta. Sigue a Cristo en su vida pública, en las bodas de Cana hasta la Pasión. Formando parte del designio de Dios, se asoció con ánimo materno al sacrifico de Jesús. Unida a los apóstoles, implora con sus oraciones el don del Espíritu Santo y, finalizado el curso de su vida terrena, fue asunta al Cielo y es exaltada como Reina del universo[7].

La misión medianera de María, por disposición divina, nace de los méritos sobreabundantes de Cristo y se fundamenta en la mediación de Él. Ella, por designio divino, es el alma Madre del Redentor. Y cooperó de modo especialísimo a la obra del Salvador y fue para nosotros Madre en el orden de la gracia[8]. En la economía de la gracia[9]. A su maternidad divina debemos sumar, por lo tanto, su maternidad en el orden de la gracia para todos los hombres.

1.1.3  En la profecía

Dios preparó la venida del Salvador. Esta venida, revelada en los Libros Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento, es la realización del plano divino para la salvación del hombre. En la interpretación que el Magisterio de la Iglesia hace de las Sagradas Escrituras, nos es presentada la figura de María como imagen de realce y de fundamental colaboración con la Redención. Ya en la caída de nuestros primeros padres, se nos presenta como la Mujer, antagonista de Eva, que, con su Hijo, contribuirá a la victoria sobre Satanás, representado en la serpiente tentadora. Isaías predice el Mesías: «Dios con nosotros» – «Emmanuel —, nacerá de una Virgen».

Los Profetas, los Salmos, los Libros sapienciales configuran el tipo humano, el alma pobre y humilde; simple y dócil a Dios, que acogerán al Redentor. Esta actitud espiritual tendrá en María su expresión más genuina. Es la personificación más perfecta de aquellos que esperan al Señor, y que en la figura de la Mujer prometida a nuestros primeros padres e íntimamente unida al Salvador, adquiere una importancia creciente en el plano de salvación.

1.1.4  En la Encarnación

Llegada la plenitud de los tiempos, continúa la constitución, Dios quiso que la predestinada Madre de su Hijo fuera partícipe, de forma eficaz, a la encarnación, con su «fiat», en su perfecto abandono a la voluntad divina, a la voluntad salvífica, en el momento del anuncio de Arcángel y con su actitud de humildad, obediencia y total consagración a la Persona y a la obra del Hijo de Dios, que se hace también su Hijo. Dios quiso de ella no un instrumento pasivo, sino una cooperación activa para la salvación del hombre, con fe y obediencia. Es por ello que ya los primeros Padres de la Iglesia la consideraron la nueva Eva. Antítesis de ésta, que con su obediencia a Dios cooperó a dar la vida al mundo. Por ello ella es «verdadera Madre de los vivientes». «La muerte por medio de Eva; la vida, por medio de María»: tal es el plano divino de salvación.

1.1.5  En la vida privada de Jesús

La unión de la Madre con el Hijo continúa en la obra de la redención. María no solo vive junto a Él y por ello es testimonio de lo que hace, sino que participa de sus sentimientos y participa de la obra de redención. Ella tiene parte en la santificación del Precursor, presenta Jesús a los Magos, lo presenta en el Templo; y presenta a su Hijo según aquel rito lleno de significado mesiánico, con la profecía de Simeón. Ella oye a su Hijo de doce años, en Jerusalén, anunciando su misión salvífica. Y en Nazaret, en el silencio y en la meditación de las palabras que oye y de las cosas que ve, es una guardiana celosa y dócil de la divina Voluntad[10].

1.1.6  En la vida pública

Con su intercesión, María aparece con un realce lleno de significado en el primer milagro de Jesús, en la primera manifestación pública del Hijo de Dios. Sobre Ella dirá el Señor -ante la exclamación de aquella mujer «Beata tu madre…» – «Bienaventurados aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la meten en práctica» (Lc. 11, 17), revelando su perfecta docilidad a Dios, que completa la grandeza moral de la Divina Maternidad.

Creciendo cada día en la fe y en la fidelidad a su Divino Hijo, llevará esa fidelidad al auge en la Pasión, asociándose con ánimo materno a los dolores de Él, consintiendo en la inmolación de la víctima que Ella había generado[11].

1.1.7  Después de la Resurrección

Su presencia en Pentecostés, como centro de la comunidad a la espera del cumplimiento de la promesa, «implora con su oración el don del Espíritu Santo», que completaría en la Iglesia lo que Ella había iniciado en la Anunciación.

Su vida terrena, iniciada con el privilegio de la Inmaculada, se concluye con su gloriosa Asunción al cielo, donde es «exaltada como Reina del universo». Es el fruto perfecto de la redención.

A lo largo de toda la vida de Jesús, María aparece vinculada indisolublemente a la obra de la redención de su Hijo, como confirma la Constitución conciliar sobre la Liturgia (art. 103)[12].

La obra salvífica de Jesús viene aplicada a la almas a lo largo de los siglos, por la Iglesia, realizando el designio divino de salvación. Así, María continua desarrollando, por voluntad divina, en la Iglesia la obra que realizó con Jesús.

1.1.8  Madre de la Iglesia

Las consideraciones formuladas por la Lumen Gentium sobre el papel de la Virgen María en la «economía de la salvación», fueron fundamento, entre otras razones, de la proclamación, al final del Concilio, por parte de Pablo VI, de María como Madre de la Iglesia. Efectivamente, el 21 de noviembre de 1964, el Papa Montini así se expresó:

La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquel que, desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal, se constituyo en cabeza de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. María, pues, como madre de cristo, es también, madre de la iglesia.

¿Por qué, María, es la Madre Espiritual perfecta de la Iglesia? Sin duda que, al ser María la Madre de Jesús, es su más íntima y fiel colaboradora en la «economía de la salvación». Habiendo colaborado en la Redención, el propio Cristo la proclamó Madre de Juan, en el Calvario, y, por lo tanto, de todos los hombres. Como nos lo ha mostrado clara y detalladamente la Lumen Gentium, en su capítulo octavo, María ha sido la colaboradora más cercana del Redentor en la aplicación del plan divino de salvación.

Esta proclamación que Pablo VI hizo, al final del Concilio, y con motivo de la promulgación de la Constitución «Lumen Gentium», de María como «Mater Ecclesiae» es, en realidad, una evidente maduración y un desarrollo fuerte y claro del movimiento de alma de toda la Iglesia, que ha marcado el último siglo. Así lo sintieron los padres conciliares y así lo sintió el propio Papa[13].

No en vano, los estudios marianos en los últimos siglos han ido en aumento, congresos marianos y mariológicos incluidos, contribuyendo a un incremento de la teología mariana que corresponde, precisamente, al papel que el Concilio Vaticano II ha mostrado que Dios ha dado a Su Madre en la «economía de la salvación».

Le queda, a la teología, ahora, el profundizar como dicha cooperación mariana se realiza y las consecuencias que de ella se derivan.

El papel que la Lumen Gentium atribuye a María, de una intervención real, eficaz y universal en el plano salvífico de Dios, no debe ser solo objeto de veneración sino que representa una actividad, una fuerza bajo la cual vivimos. Una realidad sin la cual no se vive ni se actúa en el orden sobrenatural. No podemos prescindir de Ella, pues nos opondríamos al plano divino de salvación. Es una devoción, como nos subraya el Concilio, «eclesial», inserida en el misterio de la Iglesia, en calidad de miembros de la Iglesia y que nos mueve a una mayor comprensión y entrega a Cristo y a profundizar en su «economía de la salvación».

HERNÁNDEZ MEDINA, José Francisco. La «Economía de la Salvación» Universidad Gregoriana – Facultad De Teología: Departamento de Teología Fundamental. 2009. p. 79-85.


[1] Cf C. Aparicio Valls, «La plenitud del Ser Humano en Cristo», Gregorianum Roma (1996), 202-207.

[2] Cf. L. Sartori, La «Lumen Gentium», Padova, 1994, 7.

[3] Cf. L. Sartori, La…, 21-30.

[4] Cf T.Goffi, Lumen Gentium, guida alla lettura della costituzione, Roma 1966, 119-125.

[5] Cf Lumen Gentium 36.

[6] Cf Lumen Gentium 52.

[7] Cf Lumen Gentium 55-59.

[8] Cf F. Franzi, Lumen Gentium, guida alla lettura della costituzione, Roma 1966, 224-228.

[9] Cf Lumen Gentium 60-62.

[10] Cf F. Franzi, Lumen Gentium…, 228-231.

[11] Cf Lumen Gentium 58.

[12] Cf F. Franzi, Lumen Gentium…, 232.

[13] Cf F. Franzi, Lumen Gentium…, 240.

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