El egoísmo, el amor propio y el amor al prójimo

Pe. Aumir Scomparin, EP

desanimoNada hay más contrario a la verdadera amistad que el egoísmo y el amor propio deformado.

El amor egoísta usa al otro como instrumento de placer y por eso es completamente ilícito. “No es amor, sino egoísmo repugnante. […]. A trueque de obtener un placer, no se vacila en asesinarle el alma. ¡Y ello en nombre del amor! ¡Qué burla y que sarcasmo! ¡Hay de los que tal hacen!”[1].

  • Diferencias entre la amistad con uno mismo y el amor propio desarreglado:

Debemos en primer lugar distinguir entre la amistad para con nosotros mismos y el amor propio desarreglado.

La amistad para con uno mismo:

Es indudable que para nosotros mismos, queremos el bien, nos deseamos una larga vida, y que esa vida sea dichosa y somos simpáticos para con nosotros. Estas son características de la amistad.

Lo contrario de la amistad para con uno mismo es la injusticia. Pero parecería que no podemos ser injustos con nosotros mismos pues para que esto ocurra es necesario que existan dos personas, la que hace la injusticia y la que la sufre. Pero somos una unidad. Sin embargo, comprobamos que en la realidad esto ocurre. Lo que acontece es que nuestra alma está dividida, pues la razón y las pasiones quieren cosas diferentes, así siendo, una querrá prevalecer contra la otra provocando una injusticia si la que prevalece es la errada. Así vemos que en esta división del alma no existe paz interior y por eso no hay amistad consigo mismo. Si las pasiones y la razón entrasen en armonía, no habría posibilidad de ser injustos consigo mismo y se daría el equilibrio necesario para lograr la amistad.

Aristóteles afirma que cuando queremos expresar a uno de nuestros amigos que él es nuestro íntimo, le decimos: “mi alma y la tuya no forman más que una”.  Esto sólo puede ser logrado por el hombre virtuoso, porque “sólo en él las diversas partes del alma están de acuerdo y no se dividen, mientras que el hombre malo jamás es amigo de sí mismo, y sin cesar se, combate a si propio”[2].

El amor propio desarreglado:

El amor propio es contrario a la amistad pues se interesa en la contienda. No admite el diálogo, pues se obstina en sus opiniones, exagera y abulta lo que le favorece y, lo que no, se disminuye, se desfigura u oculta. El amor propio no apenas se cierra al diálogo, sino que, antes de inducir a otros al error, se engaña repetidas veces a sí mismo, encastillándose con todas las razones que lo favorecen. Cuando se intenta explicar que está equivocado, se acalora y parece decirse a sí mismo: “este es tu puesto, es preciso defenderle; vale más morir con gloria que vivir con ignominiosa cobardía”[3]. Esto que nos explica Balmes en el siglo XIX, ¿no es lo que vemos todos los días en esta sociedad posmoderna? ¿Quién quiere ser amigo de alguien que se encasilla en sus propias opiniones y se cierra al diálogo fecundo?

Para intentar un diálogo con una persona tomada por el amor propio, es necesario primero separar con cuidado la causa de la verdad de la causa del amor propio, es importante persuadirle que cediendo no perderá en nada su reputación. Este tipo de persona es muy difícil de trato y buscar amistad con él es casi imposible. Es tarea de un buen educador, enseñar a sus alumnos a no ser obstinados en sus opiniones, a ser virtuosos, evitando así caer en el amor propio, y a saber cómo dialogar con aquella persona que se acalora por estar llena de amor propio.

Este defecto intelectual suele nacer de una causa moral. Cuando reflexionamos sobre la causa de este desequilibrio en los días de hoy, vemos que su origen es más del corazón que de la cabeza. Balmes, Jaume (1857, p.176) describe a este tipo de hombre diciendo: “estos hombres suelen ser extremadamente vanos; un amor propio mal entendido les inspira el deseo de singularizarse en todo, y al fin llegan a contraer un hábito de apartarse de lo que piensan y dicen los demás; esto es, de ponerse en contradicción con el sentido común”[4].

Defecto opuesto a ese desequilibrio, de la vanidad y del amor propio mal entendido, se encuentra en el concepto de masa, tan opuesto al de pueblo. La despersonalización de un sector ponderable de la población en la posmodernidad, es alarmante, y puede ser fácilmente manipulada por egoístas e inescrupulosos, que por no amar a su prójimo, por no tener amistad con su pueblo, trabajen por su exclusivo interés sin importarse con los demás. La esencia de la amistad se da en el pueblo, y no en la masa, pues cada individuo debe transmitir a su amigo su interioridad y desea hacerle el bien. No es de extrañar que por un instinto de sociabilidad mal entendido lleve a un grupo de los jóvenes de hoy a aceptar, sin analizar primero si eso es o no correcto, lo que la mayoría impone. Eso extendido a una nación, puede dar en consecuencias desastrosas. Pío XII hace muy acertadamente la diferencia que existe entre masa y pueblo:

Pueblo y multitud amorfa o, corno se suele decir, «masa» son dos conceptos diversos. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es por sí misma inerte, y no puede recibir movimiento sino de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que la componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y a su manera— es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus convicciones propias. La masa, por el contrario, espera el impulso de fuera, juguete fácil en las manos de un cualquiera que explota sus instintos o impresiones, dispuesta a seguir, cada vez una, hoy esta, mañana aquella otra bandera. De la exuberancia de vida de un pueblo verdadero, la vida se difunde abundante y rica en el Estado y en todos sus órganos, infundiendo en ellos con vigor, que se renueva incesantemente, la conciencia de la propia responsabilidad, el verdadero sentimiento del bien común. De la fuerza elemental de la masa, hábilmente manejada y usada, puede también servirse el Estado: en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos agrupados artificialmente por tendencias egoístas, puede el mismo Estado, con el apoyo de la masa reducida a no ser más que una simple maquina, imponer su arbitrio a la parte mejor del verdadero pueblo: así el interés común queda gravemente herido y por mucho tiempo, y la herida es muchas veces difícilmente curable. […]

Como antítesis de este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad en un pueblo gobernado por manos honestas y próvidas, ¡que espectáculo presenta un Estado democrático dejado al arbitrio de la masa! La libertad, de deber moral de la persona se transforma en pretensión tiránica de desahogar libremente los impulsos y apetitos humanos con daño de los demás[5].

Como vemos, la falta de verdadera amistad en aquellos que manipulan las masas, los hace actuar en perjuicio del prójimo en lugar de querer para ellos el bien. Esto es lo contrario que existía en la Edad Media, donde el soberano era un padre para su pueblo, y el concepto de familia patriarcal se extendía a esa gran familia que es la nación.

Además, el desequilibrio en el amor propio lleva a la persona a aislarse de los demás y de sus opiniones, no tiene empatía con los que lo rodean y al actuar contradictoriamente al sentido común perjudica a su entorno social y puede inducir al error a personas más simples.

Para complemento del tema sobre el amor propio, consideraremos, desde el punto de vista filosófico-teológico, el pensamiento de Garrigou-Lagrange[6]. Él afirma que, implícita y realmente, acabamos buscando demasiadamente nuestro propio interés. Por consiguiente, el amor de sí mismo se vuelve, poco a poco, desordenado; es esto una secuela del pecado original. Por eso, el amor propio desordenado puede, lentamente, instaurar el desorden en casi todos nuestros actos, incluso en los más altos, si no los hacemos por Dios, como deberíamos, sino por la satisfacción de nuestro apetito natural y, así, paulatinamente, nuestra vida interior es viciada y se impide la vida de Cristo en nosotros.

Muchos cultivan en sí mismos no el amor de Dios, sino una excesiva estima de sí mismos, de sus cualidades, procurando la alabanza de los otros; no ven sus propios defectos sino que, al contrario, exageran los defectos de los otros, son, a veces, severísimos con los demás y extremamente indulgentes consigo mismos. Este amor desordenado genera la vanidad y los pecados capitales: la soberbia, la avaricia, pereza, gula, impureza, envidia e ira.

El amor de Dios impele a la generosidad, a tender verdadera y prácticamente a la perfección; el amor desordenado de sí mismo tiende a evitar los incómodos, la abnegación, el trabajo, las fatigas. Otra de las consecuencias, es no querer dar, sino apenas recibir; como si el hombre fuese el centro del universo, todo atrayendo a sí mismo. Finalmente, este tipo de amor tiende a destruir el amor de Dios y del prójimo en nuestra alma. Así, vemos como el amor propio se apoya en el egoísmo.

  • El egoísmo:

El egoísmo proviene de la vanidad y de la soberbia. El daño principal que causa a la persona egoísta está en que se aja su reputación y expulsan de su convivencia a los que lo rodean porque lo único que sabe hablar es de sí mismo. Jaume Balmes lo expresa con estas palabras:

¡Cuántas reputaciones se ajan, cuando no se destruyen, por la miserable vanidad! ¡Cómo se disipa la ilusión que inspirara un gran nombre si al acercársele os encontráis con una persona que sólo habla de sí misma! ¡Cuántos hombre, por otra parte recomendabilísimos, se deslustran, y hasta se hacen objeto de burla, por un tono de superioridad, que choca e irrita, o atrae los envenenados dardos de la Sátira! ¡Cuántos se empeñan en negocios funestos, dan pasos desastrosos, se desacreditan o se pierden, sólo por haberse entregado a su propio pensamiento de una manera exclusiva, sin dar ninguna importancia a los consejos, a las reflexiones o indicaciones de los que veían más claro, pero que tenían la desgracia de ser mirados de arriba abajo, a una distancia inmensa, por ese dios mentido que habita allá en el fantástico empíreo fabricado por su vanidad, no se dignaba descender a la ínfima región donde mora el vulgo de los modestos mortales! [7].

Tanto el vanidoso como el soberbio demuestran en sus gestos su petulancia: su frente altiva y desafiante, su mirada imperiosa exigiendo sumisión y acatamiento, en sus labios asoma el desdén hacia aquellos que lo rodean, en su fisonomía, en sus gestos y modales, revela la exagerada complacencia en sí mismo. Asume una excesiva compostura como si no quisiese derramarse.

El egoísta no permite diálogo a no ser que lo lisonjeen, por eso es casi imposible trabar una verdadera amistad con él, pues sólo piensa en sí, en sus beneficios y no le interesa quien quede perjudicado siempre que él logre sus objetivos. Es completamente cerrado al diálogo e interrumpe al que quiere hablar. Cuando se cansa de hablar y otro interviene, no presta atención en lo que dice y lo interrumpe en cualquier momento. Así nos dice Jaume Balmes (1857, p.179):

Toma la palabra, resignaos a callar. ¿Replicáis? No escucha vuestras réplicas y sigue su camino. ¿Insistís otra vez? El mismo desdén, acompañado de una mirada que exige atención e impone silencio. Está fatigado de hablar, y descansa; entretanto, aprovecháis la ocasión de exponer lo que intentabais hace largo rato; ¡vanos esfuerzos!; el semidiós no se digna prestaros atención, os interrumpe cuando se le antoja, dirigiendo a otros la palabra, si es que no estaba absorto en sus profundas meditaciones, arqueando las cejas y preparándose a desplegar nuevamente sus labios con la majestuosa solemnidad de un oráculo[8].

El egoísta, como dijimos, sólo admite un único diálogo, es cuando lo elogian, pues se siente que le están dando su debido valor. Nunca rechaza la lisonja y deja que el orgullo le ciegue, haciendo el ridículo y, debido a la excesiva confianza en sí mismo, se extravía. Su egoísmo lo lleva a buscar el goce de todo, especialmente de sí mismo, exagerando en el amor propio hasta el punto de la egolatría. Así lo describe Jaume Balmes (1857, p.180):

En llegando a la edad de los negocios, cuando ocupa ya en la sociedad una posición independiente, cuando ha adquirido cierta reputación merecida o inmerecida, cuando se ve rodeado de consideración, cuando ya tiene inferiores, las lisonjas se multiplican y agrandan, los amigos son menos francos y menos sinceros, y el hombre abandonado a la vanidad que dejó desarrollarse en su corazón sigue cada día con más ceguedad el peligroso sendero, hundiéndose más y más en ese ensimismamiento, en ese goce de sí mismo, en que el amor propio se exagera hasta un punto lamentable, degenerando, por decirlo así, en egolatría[9].

Un problema que podemos levantar es si el hombre virtuoso puede, en algún aspecto, ser egoísta.  Pero, ¿qué es ser egoísta?

Según Aristóteles, egoísta es la persona que hace todo en función de sí mimo, procurando todo lo que le sea útil o placentero. Eso es exactamente lo que hace el hombre malo. Por una inclinación natural, todo hombre se precipita hacia el bien que desea, y todos piensan que esos bienes le tocan en primer lugar. Eso se da sobre todo cuando se trata de riqueza o poder. El hombre malo no tiene motivos para amarse a sí mismo porque no puede amarse como una cosa buena, pero “se ama a sí mismo en cuanto él es él”[10] y nada más. Queda así conformado el cuadro de un perfecto egoísta.

Por el contrario, el hombre de bien no puede ser egoísta, pues se preocupa por el bien de los demás. Por eso se aleja de los bienes superfluos, aquellos que son útiles y agradables como la riqueza y el poder, pues considera que otro puede usarlos con mayor provecho, pero se empeña en ganar los bienes de la virtud y de las bellas acciones. Sin embargo, “será, pues, egoísta guardando exclusivamente para sí todos los actos de virtud”[11].

El hombre de bien, porque ama a su amigo desinteresadamente, lo amará más que a sí mismo y cederá “a su amigo los bienes vulgares, guardará para sí la belleza y la bondad”[12]. Así, se puede decir que en cierto sentido, el hombre de bien se ama más a sí mismo. Entretanto, él amará mucho más el bien que a sí mismo. Él se ama porque se siente que es bueno.

4.5. El amor al prójimo

Lo contrario al egoísmo es el amor al prójimo. Las diversas amistades entre los hombres se diferencian según el bien que recíprocamente quieren unos para con los otros. La amistad nace de la caridad que sienten los hombres por saberse copartícipes de la bienaventuranza divina[13]. Esta amistad respeta y asume las otras formas de amistades humanas[14], pero añadiendo este nuevo vínculo amistoso de la coparticipación. No se ama al prójimo como medio de nuestro deseo de Dios, sino como copartícipe en el don que Dios hace de sí mismo, de su vida y bienaventuranza a los hombres.

Si en los días de hoy se amase al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios, la sociedad sería de un trato mucho más ameno y habría bienquerencia entre los hombres. La caridad tiene dos actos, el primero es que amamos a Dios en sí mismo, amamos su gloria. Una sociedad que olvide a Dios es una sociedad condenada al egoísmo, por eso San Agustín afirma que sólo existen dos amores: “el amor a sí mismo hasta el olvido de Dios hizo la ciudad terrestre; el amor a Dios hasta el olvido de sí mismo hizo la ciudad celeste”*, el amor de Dios llevado hasta el olvido de sí mismo y el amor a sí mismo llevado hasta el olvido de Dios. El segundo aspecto de la caridad es que nos amamos en Dios en cuanto queremos gozar de su gloria[15], y con esta clase de amor amamos al prójimo. Si esto se llevase hasta las últimas consecuencias, como era en la Edad Media, ¿no sería una solución para el mundo en que vivimos?

SCOMPARIN, Aumir. LA AMISTAD. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades. Licenciatura Canónica en Filosofía. Medellín, 2009. p. 100-109.


[1] ROYO MARIN, Antonio. La caridad. (Esquema para sermones). San Pablo: Heraldos del Evangelio. Editorial n/p no publicado (sólo para circulación interna de los Heraldos, textos manuscritos dados por el autor y compilados por un Heraldo], 2006. p.12. 

[2] ARISTÓTELES, La gran moral, Cap. II. p. 97.

[3] BALMES, Jaume. El criterio.  4a. ed. Barcelona: Antonio Brusi, 1857, Cap. XIV, Ítem VII. p. 97.

[4] Ibid., p. 176.  Cap. XXII, Ítem XII.

[5] Pío XII. Radio-mensaje de navidad el 24 de diciembre de 1944.  [En línea]. <Disponible en: http://www.vatican.va/holy_father/pius_xii/speeches/1944/documents/hf_p-xii_spe_19441224 _natale_sp.html> [Consulta: 13 Dic., 2008].

[6] GARRIGOU-LAGRANGE, Reginald. O amor próprio: ou o maior impedimento à vida de Cristo em nós. [Em lihna]. <Dispon´vel em: http://www.permanencia.org.br/revista/teologia/ garrigou25.htm> [Consulta: 13 Dic., 2008]. (Traducción propia).

[7] BALMES, El criterio, Op. Cit., p. 178-180. Cap. XXII, Ítem XIV. p.178-180.

[8] Ibid., p. 179.  Cap. XXII, Ítem XIV.

[9] Ibid., p. 180.

[10] ARISTÓTELES, La gran moral, Op. Cit., L. II, cap. 16.

[11] Ibid., p. 100.  L. II, cap. 15.

[12] Ibid., p. 101.  L. II, cap. 16,

[13] AQUINO, Tomás de, Op. Cit., 2ª 2ª q.23, a.3.

[14] Ibid., 2ª 2ª q.26, a.7.

* Cfr: SAN AGUSTIN., De Civ. Dei, XIV, 28.

[15] AQUINO, Tomás de, Op. Cit. 2ª 2ª q.83,  a.9.

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