O Homem enquanto ser eminentemente contemplativo

pordosolDiác. José Victorino de Andrade

 

            O homem foi criado com uma alta finalidade: a contemplação de Deus. “Para antecipar em certa medida este objectivo já nesta vida, ele deve progredir incessantemente para uma vida espiritual, uma vida de diálogo com Deus”.[1] De acordo com Corrêa de Oliveira, o homem tem necessidade de fixar a atenção sobre determinadas cenas do quotidiano, sejam elas uma paisagem, um monumento ou um teatro, entre muitas outras, extraindo as suas próprias conclusões, tirando da observação ou daquilo que os sentidos lhe indicam elações, que poderão passar pela impressão que tenha de algo ser verdadeiro ou falso, bom ou mau. Diante disto, aceita ou rejeita o que sensoriou e tira uma série de princípios. Assim sendo, ele tem diante de si criaturas que representam e refletem a Deus. Como ser profundamente comunicativo, o homem transmitirá de alguma forma as impressões que as coisas lhe causam, isto é, comunica o que lhe vai na alma, fala da abundância do coração, e isto conduz também ao serviço, pois, o homem, pela sua própria natureza, serve aquilo a que ama.[2]

            Porém o homem poderá elevar-se a um ato de louvor através da contemplação ou rejeitar esta elevação de alma e se deter na fruição egoística e circunscrita do ser que tem diante de si. Isto traz como consequência um realce da matéria e uma negação das relações daquilo com o Ser absoluto.[3] Conforme dizia Santo Irineu:

 

Não é a arte de Deus, capaz de suscitar das pedras filhos para Abraão, que é insuficiente, mas é aquele que não a segue a causa da própria perfeição falhada. De fato, não é a luz que falta devido à culpa dos que se tornaram cegos, mas quem se tornou cego permanece na obscuridade por sua culpa, enquanto a luz continua a brilhar. A luz não submete ninguém à força, nem Deus obriga ninguém a aceitar a sua arte.[4]

           

 

VICTORINO DE ANDRADE, José. A Igreja e o Verdadeiro Progresso: Sacralização e Pleno Desenvolvimento no mundo contemporâneo. 17 f. Trabalho (Mestrado em Teologia Moral) – UPB, 2009. p. 9-10.

[1] Bento XVI. Audiência Geral, Quarta-feira, 29 de Agosto de 2007

[2] Cf. Correa de Oliveira. Notas para a Conceituação da Cristandade, Década de 50. p .7. (Extraído do Original).

[3] Idem.

[4] Adversus haereses IV, 39, 3

El concepto del mal en la iglesia de hoy

Gustavo Ponce Montesinos

Uno de los temas que siempre han estado presentes en la Iglesia, es el problema del mal en el mundo, entendiéndolo como el pecado que conlleva al sentimiento de culpa y confusión. 

 El pecado original se plegó a la conducta humana y nos recuerda que somos  imperfectos. Pero la buena noticia del Cristianismo, según  afirma Benedicto XVI en un artículo publicado el 12 de diciembre de 2008, es que “el mal no constituye el ser del hombre”.

bento Entendiendo así que el mal y los errores humanos no constituyen un estado definitivo en las personas, ni impide el ascenso espiritual, ni estanca el desarrollo moral. Por el contrario, el hombre cuenta con una sensibilidad  eficiente para reconocer sus pecados e imperfecciones.  Pero lo más importante es que es capaz de comprender hacia dónde debe conducirse y a quién debe recurrir en busca de guía.

 Con base en el concepto del pecado, el Papa Benedicto XVI, como cabeza principal de la Iglesia de hoy, expuso en el artículo antes mencionado, la doctrina sobre el pecado original y la redención, y lanza el siguiente cuestionamiento: “¿es posible creer hoy en el pecado original?. Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado (…). Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. (…) es innegable la existencia del mal y la necesidad que experimenta el hombre de ser redimido de él

 Ante esa necesidad de redención, la Iglesia sostiene que Dios está siempre dispuesto a satisfacer los sinceros ruegos de quienes buscan su ayuda. Es decir, que el mal no es un impedimento para encontrar bien, y el máximo Bien es Dios.  Esta doctrina de la institución eclesiástica se manifiesta en las palabras del Papa respecto a la necesidad de redención que está manifiesta en “el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien”.

 La Iglesia predica que Dios es justo, piadoso, sabio, compasivo y perfecto; en otras palabras, Dios es el sumo Bien y ha infundido en el ser humano su propio Espíritu, por el cual  el hombre tiene la disposición para la benevolencia.  No obstante, dichas cualidades bondadosas están limitadas por su naturaleza finita. Ello puede explicar la imperfección y la posibilidad de equivocarse del ser humano, de contradecir el bien, aunque siempre tendrá la disposición de volverlo a buscar.

 El hom­bre es imperfecto pero no por eso ha sido abandonado por Dios, para que sufra sin esperanza las consecuencias de sus propias deficiencias. Está fortalecido por las Escrituras, puede acudir constantemente a la razón, cuenta con libertad de elección y es guiado por parámetros sociales y psicológicos que vislumbran una anhelada perfección, fuente de ideales que no culminan con su limitado ciclo vital, sino más bien le proveen de una aspiración a trascender su vida terrenal como única forma de hallar el bien absoluto. Es decir, que la imperfección del hombre manifestada por la presencia del mal, hace de su vida algo interesante y con sentido, no monótono ni estático, ya que el mal evidencia con más fuerza la presencia del bien.

La cuestión clave, sostiene Benedicto XVI, es “qué explicación ontológica ha buscado el hombre para ese mal, que (…) lo ha convertido en una segunda naturaleza. (ibíd.).  La constante oscilación entre las fuerzas del bien y el mal constituye la lucha de la vida.

Se entiende que el hombre posee, latente dentro de sí, la capacidad potencial del mal, pero no es mayor que su capacidad del bien. Sólo el hombre es responsable del camino que sigue en su vida. 

En consecuencia, la Iglesia asume el mal como una violación deliberada y consciente de la ley de Dios. No acepta el principio dualista respecto a que “el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal, donde el mal es tan originario como el bien“. El ser sería “una mezcla de bien y mal que, según esta teoría, pertenecería a la misma materia del ser”. Según Benedicto XVI, “es una visión en el fondo desesperada: si es así, el mal es invencible“. “No hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal“.

Por lo tanto, el ser “no es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por ello es bueno existir, es bueno vivir (…)  sólo hay una fuente buena, el Creador. Y por esto vivir es un bien, es una cosa buena ser un hombre, una mujer, es buena la vida“.

Con estas palabras del sumo Pontífice, se demuestra que la Iglesia de hoy es enfática al afirmar que el mal puede ser superado, ya que a la permanente fuente del mal Dios ha opuesto una fuente de puro bien. “Es por ello que, si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque éste está conectado inseparablemente con otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo” (ibíd.). La Iglesia Cristiana parte de la “convicción de la bondad de la naturaleza humana, de la libertad del hombre de su llamada a la perfección y de la responsabilidad que le incumbe dentro del todo unitario del género humano. … el hombre es bueno por haber sido creado por Dios a su imagen y semejanza, en un sentido que le distingue de todas las demás criaturas terrenas. En su espíritu lleva gravada la imagen de la Trinidad. San Agustín ha estudiado con máximo rigor las diferentes posibilidades de concebir la imagen de Dios inscrita en el espíritu humano[1].

PONCE MONTESINOS, Gustavo. El mal: ¿condición de posibilidad del orden perfecto de la creación?: Aceptación de la Falibilidad Humana como camino a la Perfección. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teología, Filosofía Y Humanidades. Licenciatura Canónica en Filosofía. Medellín, 2009. p. 35-37.


[1] STEIN Edith. La estructura de la persona humana. Estudios y Ensayos BAC , Madrid, 2003, pág. 11

O alcance dos efeitos dos sacramentais

agua-bentaIgnacio Montojo Magro, EP

 

Os sacramentais oferecem aos fiéis bem dispostos a possibilidade de santificar quase todos os eventos da sua vida por meio da graça divina que flui dos méritos da Paixão, Morte e Ressurreição de Nosso Senhor Jesus Cristo e, neste caso, é administrada pela Santa Igreja. Neste sentido preparam para receber com fruto os sacramentos.

 

Mas é preciso considerar que, se bem que seus efeitos não dependem principalmente da disposição moral do ministro ou do sujeito, pode esta concorrer a uma eficácia maior, pois Deus outorga seus dons em quantidade e qualidade maior em virtude do mérito e disposições que concorrem em quem os administra, confere ou recebe. É mesmo que acontece com a oração. Serão mais eficazes na medida em que nos identificarmos, por nossa religiosidade profunda, com a Igreja que opera através deles e com sua intenção. Pode-se dizer nesse sentido – e é tal a tese defendida por muitos teólogos – que os sacramentais operam quase ex opere operato (REGATILLO apud MARTÍN, 2002: 1647), ou seja que eles não tem o poder natural, como os sacramentos, de operar a graça, mas sim de obtê-la da misericórdia e bondade de Deus. São ajudas poderosas com as quais se recebe, por isso mesmo, proteção contra as tentações, graças e ajudas segundo o caso, assim como capacidade operativa e graças atuais para corresponder a vontade de Deus segundo a vocação e carisma próprios.

 

agua-benta2Entretanto, deve-se sempre levar em consideração que a oração da Igreja, Esposa Mística de Nosso Senhor Jesus Cristo, não pode deixar de ser plenamente aceita pela Divindade e, por tanto, se bem que o sacramental não é totalmente infalível como o sacramento (desde que devidamente recebido) senão que segue, as regras habituais da oração, e ainda que opera mais por via de misericórdia que de justiça, não deixa de ser evidente que sua eficácia supera de longe a duma obra boa feita sem ser sacramental, tanto quanto pode ter de aceito e sumamente agradável à Divina Majestade a oração da Esposa amantíssima, indefectivelmente santa, castíssima e fidelíssima de Jesus Cristo. Isto mais se aplicará, se couber, quanto a principal finalidade é contribuir à santificação dos fieis.

 

MONTOJO MAGRO, Ignacio et all. O fundamento teológico da eficácia dos sacramentais. Centro Universitário Ítalo Brasileiro – Curso de Teologia. São Paulo, 2009. p. 49-50

A medida de toda a verdade

Mons. João Clá Diastrindade2

O Criador de todas as coisas é como um artista que estabelece a verdade de sua obra. Ao criar, ele determinou também o modo de existência de cada coisa. Assim, a verdade que criatura realiza em si expressa uma idéia do divino Artista. Por isso, diz São Tomás que cada ser está posto entre dois intelectos: o do Criador e o do homem.[1] O primeiro é o “medidor” (mensurans) de cada coisa. Por sua vez, as coisas são “medidas e medidoras“, ou seja, elas são definidas segundo a verdade e, de seu turno, definem a verdade. Já o intelecto humano é tão-só “medido” pelas coisas.[2]

Cada ser individual,  por menor que seja — mesmo os irracionais, que recebam sua forma pela ação da natureza —, foi pensado por Deus. Uma formiguinha que vemos carregar laboriosamente uma folha muito maior e mais pesada do que ela tem participação na Verdade eterna, e sua verdade é medida pelo divino Criador. O que dizer de cada homem, por mais apagado, humilde e privado de qualidades naturais? Nós não fomos “jogados” aleatoriamente neste mundo e “esquecidos” aqui. Cada um de nós é medido amorosamente em sua verdade por Aquele que nos idealizou desde toda a eternidade, e bastaria a lembrança disso para nos encher de maravilhamento.

Assim, a norma ou medida da verdade “é a inteligência divina, causa exemplar de toda verdade, tanto ontológica como lógica, em que a conformidade do ato e o objeto especificamente chega a ser identidade”.[3]

A verdade se encontra no intelecto segundo este apreende uma coisa tal como ela é, e encontra-se na coisa segundo ela tenha um ser que possa se conformar ao intelecto. Ora, isso se encontra em Deus no mais alto grau. Pois não apenas seu ser é conforme a seu intelecto, mas Ele é sua própria intelecção, e esta é a medida e a causa de qualquer outro ser e de qualquer outro intelecto. Ele mesmo é seu ser e sua intelecção. Segue-se que não apenas a verdade está n’Ele, mas que Ele próprio é a suprema e primeira verdade.[4]

O ensinamento de São Tomás a propósito dessa maravilhosa conexão entre o conhecimento humano, a verdade presente nas criaturas e a Verdade do Intelecto divino remete para a noção de participação. Nos dizeres de Aertsen, “a origem da verdade de Deus é concebida como participatio. Todas as outras coisas participam na Verdade única, máxima”.  E ele observa que nem mesmo conhecer os anjos, que são verdadeiros porque são também seres por participação, pode constituir “o fim último do desejo de conhecer a verdade, no qual consiste a bem-aventurança humana. Pois só a contemplação de Deus, que é verdade por essência, faz o homem perfeitamente bem-aventurado”.[5]

Eis aqui um princípio teleológico da verdade que cumpre acentuar. O homem não se aperfeiçoa intelectualmente, segundo seu fim, apenas no conhecer pelo conhecer, mas tendo em vista o movimento de sua inteligência em direção à contemplação da Verdade suprema.

Em seu desdobramento mais importante, essa doutrina da participação na verdade tem necessariamente uma relação direta com o Verbo encarnado, o Filho de Deus feito homem, em função do qual todas as coisas foram criadas. E aqui têm papel central as seguintes palavras de Jesus, numa das últimas conversas com os Apóstolos antes da Paixão:

E vós conheceis o caminho para ir aonde vou. Disse-lhe Tomé: Senhor, não sabemos para onde vais. Como podemos conhecer o caminho? Jesus lhe respondeu: Eu sou o caminho, a verdade e a vida; ninguém vem ao Pai senão por mim. Se me conhecêsseis, também certamente conheceríeis meu Pai; desde agora já o conheceis, pois o tendes visto. (Jo. 14, 4-7)

Referindo-se às palavras de Jesus, de que Ele é “o caminho, a verdade e a vida”, Aertsen diz que, segundo Tomás, elas devem ser entendidas “como significando que Cristo, de acordo com sua natureza humana, é o caminho (via) para a verdade; pois o fim do desejo humano é o conhecimento da verdade. Porém, ao mesmo tempo, Cristo é o término do caminho, pois, segundo sua divindade, ele é a Verdade”.[6]

 CLÁ DIAS, João. Ensaio: A fidelidade ao primeiro olhar. São Paulo: IFAT, 2008. p. 36-38.


[1] De Veritate, q. 1, a. 2 co: Inter duos intellectus constituta.

[2] De veritate, q. 1, a. 2 co: Sic ergo intellectus divinus est mensurans non mensuratus; res autem naturalis, mensurans et mensurata; sed intellectus noster mensuratus et non mensurans res quidem naturales, sed artificiales tantum.

[3] DERISI, Los Fundamentos…, p. 368-369.

[4] Summa Theol. I, q. 16, a 5: Et suum intelligere est mensura et causa omnis alterius esse, et omnis alterius intellectus; … Ut sequitur quod non solum in ipso sit veritas, sed quod ipse sit ipsa summa et prima veritas. (Grifos nossos.)

[5] AERTSEN, Jan. Nature and Creature: Thomas Aquinas’s Way of Thought. Leiden/New York: Brill, 1988, p. 161-162.

[6] AERTSEN, Nature and Creature…, p. 161; Super Ioannem, c. 14, lect. 2.

O primado da vida interior e da santidade para o sucesso pastoral

Diác. José de Andrade, EPobras-misericordia

 

Por vezes,  pode haver na Igreja a tentação de entrar numa tal vida prática e concreta, nos complicados e inúmeros meandros da presente crise social, que a oração e a prática religiosa sejam relegadas para um segundo plano, colocando o serviço ao próximo em destaque e esquecendo-se que esta ação parte do serviço e da primazia dada a Deus. A caridade deve partir de um amor que transborda e que nos coloca ao serviço e não de uma ação prática que nos convida a fazer o bem partindo de um principio naturalista, interesseiro ou mesmo de crescimento à vista e à consideração de uma comunidade. De acordo com a Carta Apostólica para o Novo Milênio, do anterior Pontífice, esta mentalidade pode insidiar qualquer caminho espiritual e também a ação pastoral quando se trata de:

 

pensar que os resultados dependem da nossa capacidade de agir e programar. É certo que Deus nos pede uma real colaboração com a sua graça, convidando-nos por conseguinte a investir, no serviço pela causa do Reino, todos os nossos recursos de inteligência e de ação; mas ai de nós, se esquecermos que, «sem Cristo, nada podemos fazer » (cf. Jo 15,5). É a oração que nos faz viver nesta verdade, recordando-nos constantemente o primado de Cristo e, consequentemente, o primado da vida interior e da santidade. Quando não se respeita este primado, não há que maravilhar-se se os projetos pastorais se destinam ao falimento e deixam na alma um deprimente sentido de frustração.[1]

 

            Portanto, este primado do espiritual sobre o temporal deve verificar-se, sobretudo, na importante ação da Igreja e deve estar permanentemente diante dos olhos daqueles que exercem qualquer trabalho ou ministério no redil de Nosso Senhor Jesus Cristo. Só assim os ramos estarão alimentados pela verdadeira vide que é Ele, e darão frutos abundantes, pois n’Ele tudo poderão.[2] E só assim servirão de exemplo para a sociedade Temporal, tornando-se o “fermento na massa”.

 

 

 

VICTORINO DE ANDRADE, José. A Igreja e o Verdadeiro Progresso: Sacralização e Pleno Desenvolvimento no mundo contemporâneo. 17 f. Trabalho (Mestrado em Teologia Moral) – UPB, 2009. p. 6-7.

[1] João Paulo II. Novo Millennio Ineunte, n. 38.

[2] Cf. Jo 15, 1-8; Is 5, 1-7; Os 10, 1; Sl 80, 15-20.


Parallelismo tra fede teologale e «fede scientifica»

Pe. Eduardo Caballero, EPimag

 

La distinzione classica tra fides quae creditur (l’aspetto materiale della fede teologale: comprendere i singoli articoli di fede, il contenuto di ciò che crediamo) e fides qua creditur (l’aspetto formale della fede: l’atto stesso del credere) si può ritrovare nella fede scientifica. Il suo aspetto materiale sarebbero i contenuti specifici che lo scienziato accetta come veri pur non avendo una esperienza diretta della sua veracità. Ad esempio, solitamente nessun scienziato mette in dubbio la veracità della seconda legge della termodinamica. E questo anche se lui stesso non ne ha avuto l’evidenza empirica: semplicemente si accetta la legge come valida. Tale accettazione sarebbe proprio l’aspetto formale di questa fede scientifica. In modo analogo, possiamo evidenziare in essa un aspetto «noetico», richiamato da Einstein, come abbiamo visto, che sarebbe l’accettazione intuitiva da parte del singolo scienziato dei presupposti della scienza universalmente riconosciuti dalla «comunità scientifica» (corrispondente al concetto di fides nel caso della fede teologale: è necessario anzitutto accettare la verità della Parola e della promessa di Dio, cioè credere che egli è vero in quanto dice), così come pure un aspetto «etico», che implica un certo modo di comportarsi dello scienziato nella sua ricerca scientifica in accordo con delle regole stabilite da altri o dal metodo scientifico stesso (corrispondente al concetto di mores nell’ambito della fede teologale: aderire alla Parola di Dio, alla sua fedeltà essendo fedele il credente come lo è Dio stesso).

Se diamo uno sguardo veloce, e per forza molto superficiale, ai cenni biblici sull’idea di fede, la «ubbidienza» e la «fiducia», che richiamano fortemente la fede teologale, sono elementi altrimenti presenti nel discorso che uno scienziato fa quando si sottomette docilmente ai principi che regolano il lavoro scientifico e si fida dei risultati altrui per arrivare a conclusioni più elaborate. Negli Atti degli Apostoli resta chiaro che la fede teologale è qualcosa che si riceve non soltanto per grazia divina, ma anche dalla Chiesa, per mezzo della Chiesa. Nel caso della fede scientifica, non è facile individuare un correlato divino che concede la fede come dono, ma sì un correlato comunitario alla Chiesa, e cioè, la comunità scientifica, che garante la veracità dei contenuti “creduti”. In questo senso, ci sembra significativa la conclusione di F. Ardusso:

 

Nelle scienze, la dimensione antropologica della fiducia e dell’affidamento si riconosce sia perché l’accesso a buona parte delle conoscenze poggia su tradizioni intellettuali precedenti, recuperando, pur senza rinunciare al vaglio critico dell’esperienza, i risultati già raggiunti ed accolti in un clima di fiducia costruttiva (cfr. Fides et ratio, 31-32), sia perché l’attività delle scienze riposa su presupposti prescientifici che coinvolgono il modo con cui il soggetto si pone dibfronte a quel reale che cerca di studiare, sulla cui intelligibilità e ragionevolezza «gli scienziati si appoggiano fiduciosi» (ibidem, 34). Dal canto suo, la fede reli giosa non si esaurisce in un’adesione estrinseca e acritica a contenuti conoscitivi che sorpassano la ragione, ma rappresenta un’opzione di tutta la persona, e dunque implica anch’essa un modo di porsi di fronte ad un reale la cui verità e senso ultimi si accetta di conoscere non come frutto della propria investigazione, ma come ascolto di una Parola che rivela ed interpreta, e dalla quale ci si lascia interpretare.[1]

 

Nelle lettere di Paolo appare la novità di un «assenso intellettuale» alla fede. Lui non ha creduto in modo cieco; sa a Chi ha dato la sua fiducia, la sua fede; non è un affare puramente emotivo, affettivo, senza un coinvolgimento intellettuale. Nella lettera agli Efesini, e soprattuto in Giovanni, si parla di una fede che sorpassa ogni conoscenza; essa è un tipo di conoscenza in se stessa, un modo di percepire la realtà. E tutto questo costituisce un altro e importante punto di contatto con la fede scientifica.

Sempre in rapporto con l’ambito biblico, la discussione scientifica sulla razionalità del cosmo ci sembra di richiamare la contenda tra fede e incredulità che si può rilevare ad esempio nel Libro dell’Esodo, a proposito della storia di Mosè e del popolo eletto dopo l’uscita dall’Egitto. È una successione di fede e sfiducia, di assensi e dissensi mentre una certa corrente cammina verso la desiderata “terra promessa” in cui – dicono i scientisti – sarà possibile dare una spiegazione coerente e globale di tutti gli aspetti della realtà con base nella “sola scienza”. Isaia è conosciuto come il «profeta della fede», che richiama spesso il rapporto fra fede e sicurezza: l’unica potenza che conta veramente è quella di Dio. Ebbene, il positivismo ha anche suscitato negli ultimi secoli diversi suoi “profeti” che hanno auspicato un futuro migliore sulle basi dello scientismo, come se dicessero: se non crederete nella scienza, non avrete stabilità.[2]

 

CABALLERO, Eduardo. Fede teologale e «fede scientifica»: Cenni su alcune correlazioni epistemologiche. Pontificia Università Gregoriana. Roma, 2009. p. 8-10.


[1] F. ARDUSSO, «Fede», DISF, I, 623-624.

[2] «Se non crederete, non avrete stabilità» (Is 7,9).

La teología unida al derecho

      Pe. Jorge Maria Storni, EP  cruz-livro

 

Así como en el velo de la Verónica se estampó la figura de Cristo, mucho más el rostro de Cristo se refleja en la Iglesia Católica, en ella como en un espejo. En sus instituciones, en sus costumbres, en sus leyes, en su doctrina, en su unidad y en su catolicidad, nos encontramos con la fisonomía sagrada de Su divino Fundador, al mismo tiempo Dios y hombre verdadero, unidas Sus dos naturalezas, la divina y la humana, en una unión hipostática en una sola persona, Jesús Cristo, segunda persona de la Santísima Trinidad.

                   Precisamente con esta realidad, natural y sobrenatural, si bien que muchísimo más marcada la sobrenatural, nos encontramos con la liturgia y el culto divino, y con los sacramentos. Todos estos elementos del munus santificante, lógicamente varios, se unen en su última finalidad, la Gloria de Dios y la salvación de las almas.  En la liturgia y el culto divino encontramos el sacerdocio ministerial, y el sacerdocio común de los fieles, participando activamente en la celebración litúrgica. Lo mismo en los sacramentos, el sacerdocio ministerial tiene reservada su administración, pero no del todo, el sacerdocio común puede administrar algunos, y a todos los fieles les son administrados en nombre de la Iglesia, como el principal medio salvación. Se nos presenta también la Iglesia jerárquicamente organizada, con el Sumo Pontífice a la cabeza, el Colegio Episcopal, el cual en comunión con su cabeza y entre todos sus miembros es también Suprema autoridad en la Iglesia universal; los Obispos y otros prelados al frente de las distintas iglesias particulares; y después los fieles en general, religiosos que se han entregado a la vida consagrada, para dar con ella testimonio de Cristo,  y los laicos que sin estar consagrados tienen como principal misión cristianizar las realidades temporales, especialmente por medio de la familia y en otros muchos ambientes de la vida social. La teología se nos presenta unida al derecho, formando un gran cuerpo, al mismo tiempo espiritual y social. A este propósito, comenta el cardinal Julián Herranz:

 

Nunca ha faltado sensibilidad teológica y pastoral en el trabajo de aquellos canonistas que son conscientes de dedicarse no a un Derecho puramente humano, sino a un derecho que tiene como fundamento —y, en parte, como contenido— el ius divinum, y se encuentra por tanto inserto en la acción salvífica mediante la cual la Iglesia continúa en el transcurso del tiempo la misión de su divino Fundador. Esto significa que la estructura sacramental, jerárquica y jurídica de la Iglesia sirve de medio para comunicar la gracia divina al Pueblo de Dios. Y el Derecho canónico cumple esa función instrumental sin dejar de ser lo que es: Derecho, con sus exigencias propias de carácter técnico, metodológico y de terminología.[1]

 

 

STORNI, Jorge. La misión de santificar de la Iglesia Católica y el sacramento de la reconciliación.  Mestrado em Direito Canônico — Pontifício Instituto de Direito Canônico do Rio de Janeiro, 2009. p. 21-22.


[1] Herranz, Julian. Comentario exegético al Código de Derecho canónico, Eunsa, 1996, Vol I, p.181.

Visión médica de Santa Hildegarda

Pe. José Francisco Hernández Medina, E.P.hildegarda

Son numerosas las obras publicadas sobre la visión médica de Santa Hildegarda[1].

La nota que caracteriza estos comentaristas es el hecho de que Santa Hildergarda tenía conocimientos físicos, médicos, además de los teológicos, en parte por sus viajes y observaciones personales; pero que eso no explica todo lo que escribe en sus obras, pues ello obedece también a otros factores, como son las revelaciones.

Sus dos tratados de medicina «sutil» – los únicos escritos en el occidente cristiano en el siglo XII – se consideran todavía hoy un hito en la materia. Es de destacar, a su vez, el gran interés que han suscitado, sobre todo en los últimos siglos, su conocimiento sobre la medicina homeopática[2]. Son frecuentes, en sus obras, las descripciones de las cualidades de los objetos naturales, en función del cuerpo, de la salud y de la enfermedad y su relación con la unidad del cuerpo y del alma.

Abundan, en sus obras, recetas, regimenes alimenticios y prescripciones que no se duda en calificar de «modernas». Ella busca en todo el equilibrio como factor de salud para el hombre. Conociendo su interrelación, no separa los estados anímicos de los males culturales, trabajando ambos, al cuidar de un enfermo. Así, por ejemplo, busca en las plantas la solución para la melancolía, que según ella proviene de la bilis negra. Y así con otras enfermedades. Para solucionar el mal de esta bilis mal eliminada, prescribe regimenes alimenticios específicos. El uso de la rosa con la salvia, por ejemplo, es una de sus medicinas más eficaces.

El crecimiento humano necesita de la belleza y la armonía interiores; para la abadesa, el estado natural del hombre es la salud, sólo quebrantada por el pecado[3]. La alimentación, según ella, debe de agradar al hombre, por la relación entre cuerpo y alma; y, por ello, su relación con la salud. Algunas instituciones actuales utilizan la medicina de Santa Hildergarda para su producción. Es el caso de la denominada Amigos de Hildegarda en Suiza, Alemania, Austria, Indiana (EE.UU.).

Puede decirse, en efecto, que desde el punto de vista médico, alimenticio, y del medio ambiente, Hildergarda nos hace apreciar las virtudes ignoradas de lo que nos rodea: plantas, animales, hierbas, bosques. […] Los ecologistas deberían interesarse en su visión. Ella parece llevarnos de la mano a través de las inmensas reservas de la naturaleza para que aprendamos a discernir lo que, de entrada, escapa a nuestros sentidos. Por lo demás, el valor sutil, a los ojos de Hildergarda, es el valor curativo, bienhechor, que pueden tener para el hombre las plantas, los frutos, los animales, los peces, etc.[4].

 

HERNÁNDEZ MEDINA, José Francisco. Santa Hildergarda: Ejemplo sublime de armonia entre fe y ciencia. Universidad Gregoriana – Departamento de Teología Fundamental. Roma, 2008. p. 10.


[1]  M. Daniel. Sainte Hildegarde, une médecine tombée du ciel. T. I, La Prévention; Les Remèdes. Paris/Fribourg: Saint-Paul, 1991-1992. Hertzka, Gottfried; Strehlow, Wighard. Manuel de la médecine de sainte Hildegarde. Ed. Résiac.

[2] Cf. Régine, Pernoud, Hildegarde de Bingen…, 117-131.

[3] Cf. Régine, Pernoud, , Hildegarde de Bingen…

[4] Cf. Régine, Pernoud, , Hildegarde de Bingen…, 121-122.

O sacerdote enquanto modelo para os fiéis

sao-joao-eudesMons. João Clá Dias, EP

Sendo visto pelos fiéis como alguém escolhido por Deus para guiá-los, o ministro ordenado deve ser sempre exemplo preclaro de virtude, como recomenda o Apóstolo a seu discípulo Tito: “Mostra-te em tudo modelo de bom comportamento: pela integridade na doutrina, gravidade, linguagem sã e irrepreensível, para que o adversário seja confundido, não tendo a dizer de nós mal algum” (Tt 2, 7-8).

Com efeito, uma conduta irrepreensível, inflamada de caridade, dando testemunho da beleza da Igreja e da veracidade da mensagem evangélica, falará muito mais profunda e eficazmente às almas do que o mais lógico e eloquente dos discursos: “O ornato do mestre é a vida virtuosa do discípulo, como a saúde do enfermo redunda em louvor do médico. […] Se apresentarmos nossas boas obras, será louvada a doutrina de Cristo”.[1]

Por vezes, se interpreta a obrigação de dar exemplo, de ser modelo, num sentido minimalista: o de apenas cumprir mais ou menos os próprios deveres, no mesmo nível de todos os outros. E assim, pelo critério da mediania, procura-se contentar a própria consciência. Ora, quem é chamado a servir de exemplo para os outros não deve se comparar com os que lhe são iguais, mas com aqueles que alcançaram o mais alto grau de perfeição. Cristo, sim, é o verdadeiro modelo do ministro consagrado. É com Ele que o sacerdote deve configurar-se, não só pelo caráter sacramental, mas também pela imitação de Suas perfeições, de forma que nele os fiéis possam ver outro Cristo. Só assim estes se sentirão atraídos pelo bom exemplo de seu pastor e guia.

Dada a natureza social do homem, a boa reputação decorrente da prática da virtude leva os outros à imitação. Assim, quanto mais semelhança com Cristo encontrarem os fiéis nos ministros de Deus, tanto mais facilmente se deixarão guiar por eles. E, portanto, mais eficaz será o seu ministério, conforme comenta São Tomás:

 Ora, essa estima aos prelados da Igreja é necessária para a salvação dos fiéis; se estes não os reconhecerem como ministros de Cristo, não lhes obedecerão como a Cristo, segundo lê-se na epístola aos Gálatas (4, 14): “Recebestes-me como um Anjo de Deus, como o próprio Cristo Jesus”. Ainda mais, se não os reconhecerem como dispensadores, se recusarão a receber deles os dons, contrariamente ao que diz o mesmo Apóstolo: “O que eu dei, se alguma coisa dei, foi por amor a vós, na pessoa de Cristo” (2 Cor 2, 10).[2]

 

Essa estima pelos sacerdotes, tão importante para a plena eficácia de seu múnus, depende também da veneração que os fiéis tenham pelo sacerdócio enquanto tal. São Francisco de Assis, por exemplo, que nunca quis receber a ordenação presbiteral, por considerá-la uma dignidade excessiva para si, tinha pelo sacerdócio tal respeito que chegava a oscular o lugar por onde passava um sacerdote.

 

CLÁ DIAS, João. A Santidade do sacerdote à luz de São Tomás de Aquino. in: LUMEN VERITATIS. São Paulo: Associação Colégio Arautos do Evangelho. n. 8, jul-set 2009. p. 14-15 

 

[1] Super Tit. cap. 2, lec. 2.

[2] Super II Cor. cap. IV. lec. 1.


O chamado à perfeição

vaticanoDiác. José Victorino de Andrade, EP

“Sede perfeitos como vosso Pai do Céu é perfeito” (Mt 5, 48). Para São Tomás de Aquino, esta proposta que Nosso Senhor nos faz na sequência do Sermão das Bem-Aventuranças não pode ser inatingível pelo homem, pois neste caso jamais lhe poderia ser prescrito pela lei divina.[1] Portanto, tem de ser possível chegar à perfeição nesta vida, e esta consiste, de acordo com Santo Agostinho, na ausência dos desejos desordenados que se opõem à caridade. O Aquinate acrescenta a esta doutrina tudo quanto possa impedir que o afeto da mente se dirija totalmente a Deus, sem o que não poderá haver caridade, que é a perfeição da vida cristã.[2] O Catecismo da Igreja Católica aclara esta questão:

O exercício de todas as virtudes é animado e inspirado pela caridade, que é o “vínculo da perfeição” (Cl 3,14); é a forma das virtudes, articulando-as e ordenando-as entre si; é fonte e termo de sua prática cristã. A caridade assegura e purifica nossa capacidade humana de amar, elevando-a à perfeição sobrenatural do amor divino.[3]

 

Embora alguns autores prefiram distinguir o convite à perfeição da vocação à santidade, os termos se interpenetram na medida em que a perfeição pode e deve ser um notável caminho para a santificação.[4] De acordo com São Paulo (cf. Cl 1, 28), é a perfeição em Cristo que os homens devem almejar para se apresentar diante de Deus. O próprio Concílio recordou que “todos os fiéis, seja qual for o seu estado ou classe, são chamados à plenitude da vida cristã e à perfeição da caridade”,[5] ou seja, à santidade.

A aliança estabelecida por Deus com os homens trouxe-lhes, já no Antigo Testamento, um forte apelo à santidade, na medida em que cumprissem os preceitos por Ele estabelecidos. Mais do que os ritos prescritos,[6] este convite abrangia as variadas dimensões morais do Povo Eleito, manifestando-se, por exemplo, quando o Senhor fala pela boca de Isaías e se revela adverso em relação ao culto prestado por aqueles cuja malícia está em seu coração, e exorta a uma purificação, a fim de os homens se voltarem para a caridade e a justiça (cf. Is 1, 15-17). Assim, através de uma vida coerente com a Lei e o culto, Deus, só Ele Santo, deseja comunicar a sua santidade ao povo que cumpre Suas exigências e formar uma nação santa (cf. Ex 19,6).

Pedro, em sua Primeira Epístola, recordará este chamado à santidade (cf. I Pd 1, 15-16) retomando-o e dotando-o de uma nova perspectiva, iluminada pela Redenção, exortando assim a uma peregrinação terrena configurada com Cristo e conformada ao caráter soteriológico de sua encarnação.

VICTORINO DE ANDRADE, José. Editorial. in: Revista Lumen Veritatis. São Paulo: Associação Colégio Arautos do Evangelho. n.8, jul-set 2009, p. 3-5.

[1] Cf. Sum. Theol. II-II Q. 184, a. 2.

[2] Idem.

[3] Catecismo da Igreja Católica n. 1827.

[4] Ver a este respeito NETTO DE OLIVEIRA, José. Perfeição ou Santidade e outros textos espirituais. 2ª ed. São Paulo: Loyola, 2002.

[5] Lumen Gentium, 40

[6] Ver Ex 22, 30; Lv 11, 44; 19, 2.