Quereríamos que Deus fizesse tudo em nós, e nos desse a vitória sem que isso nos custasse nenhum esforço; erro pernicioso, pretensão injusta, causa comum do desânimo

desanimoDirá uma dessas almas que se queixam de não serem atendidas: Eu ficaria satisfeita se sentisse os efeitos dessa Providência misericordiosa: mas não vejo que Deus me torne mais fiel aos meus deveres.

Para esclarecer esta dificuldade, consultemos os princípios da Religião, que devem dirigir os nossos juízos; andemos à luz da Fé, que deve iluminar-nos; e vereis que, se não sois fiel aos vossos deveres, não é Deus que falta a vós, sois vós que faltais a Deus.

Consoante a Religião, Deus não faz sozinho o bem em nós. Ele vos criou sem vós, mas não quis salvar-vos sem vós. Quis que, pela escolha livre da vossa vontade, o preferísseis a tudo. Pôs, portanto, diante de vós o bem e o mal, a vida e a morte, e disse-vos: Tomai o que quiserdes. Para vos determinar ao bem, dá-vos mil luzes, que vos apresentam os motivos disto: o amor, a gratidão, a recompensa; excita em vós mil sentimentos que vos fazem amar esse bem, que vos afeiçoa a ele. Assim vos previne Ele por Suas graças: apresenta-vos o Seu socorro para vos ajudar na ação. Eis aí o que Deus vos prometeu e o que faz. Para corresponder a isso, bem longe de vos desviardes desses motivos, desses sentimentos (coisa que ordinariamente fazeis para não vos constrangerdes), deveis ocupar-vos deles, compenetrar-vos deles, aprofundá-los, e, dócil à voz do Espírito Santo, fazer-nos violência para seguir as suas inspirações, visto que sem isso não se faz o bem nem se chega ao Céu.

Pergunto-vos: teríeis motivo de vos queixar de um amigo que vos tivesse dado os conselhos mais seguros para vos fazer evitar uma desgraça, se não houvésseis querido escutá-lo pelo fato de vos custar algum incômodo o segui-lo? e não se diria, com razão, que nesse caso a vossa perdição só vem de vós mesmo?

Eis aqui o que vemos todos os dias. Uma alma teme a pena que experimenta em combater as suas inclinações: pede a Deus ser livrada dela; mas com a condição de que Deus faça tudo, e de que isso nada custe a ela. Pretende ela o milagre operado em S. Paulo. Ouvimo-la dizer: Se essa inclinação desagrada a Deus, por que então Ele não ma tira? Ele não é o Senhor? Por que não susta os sentimentos do meu coração? Ele transformou outros de chofre. Enquanto aguarda esse milagre, ela nada faz para seguir a voz de Deus e para se tornar melhor. Compreendeis que semelhante disposição não é própria para atrair sobre essa alma as misericórdias de Deus.

Quem quer servir a Deus sem fazer violência a si mesmo contradiz a palavra de Jesus Cristo. Quem só quer servi-lO sob condição de um milagre, disparata, e não merece ser escutado.

Outras pessoas não incidem nessa ridícula presunção: o que as detém na prática das virtudes é que elas ficam tão fortemente perturbadas com as suas penas, tão fortemente persuadidas de que, nesse estado, nada podem fazer de bem, que só pensam nisto: toda a sua ocupação interior gira em torno disto. Absorta nessa pena, a sua alma não sabe pedir a Deus nenhuma outra coisa senão o ser livrada dela. Elas não ousam apegar-se às luzes e aos bons sentimentos que Deus lhes dá, porque, não achando neles essas graças que elas pretendem a todo custo, que elas pedem com obstinação, receiam ser iludidas. Tornam, assim, inúteis as graças que recebem, ou pela sua desatenção ou pela sua resistência. Se aproveitassem delas, embora elas não sejam o objeto das suas preces, em breve alcançariam o que desejam, e o que não podem lisonjear-se de obter enquanto resistirem a Deus.

Estudemos os desígnios da Providência de Deus e a economia das suas graças, e veremos claramente a armadilha em que a tentação faz cair essas almas a quem o erro, junto à infidelidade, faz incidir no desânimo.

Obra póstuma do Padre J. Michel, S.J.; “Tratado do Desânimo nas vias da Piedade”, Popular de Formação Espiritual, vol XXIX, Editora Vozes, Petrópolis-RJ, 1952. Cap. XIII.

¿Quid est veritas?

Diác. Godofredo Salazar, EP

 Cuéntase que una vez estaba Santo Tomás de Aquino con los religiosos de su comunidad y estos, para gastarle una broma, comienzan a exclamar: Venid a ver un burro volando. Y esperaron con ansia para ver cómo reaccionaría su hermano de hábito. Éste, llevado de su espíritu observador, comenzó a mirar por todas partes sin divisar tal fenómeno, mientras los presentes estallan en carcajadas y le recriminan: Pero hombre de Dios, como puedes ser tan inocente. Tú que pareces conocerlo todo, deberías saber que es imposible que los burros vuelen. A lo que el “buey mudo”[1] respondió en tono serio: Entre que un burro vuele y que unos religiosos mientan, me parece más imposible lo segundo que lo primero[2]

jesus-e-condenadoEsta sencilla anécdota nos abre las puertas para tejer una serie de consideraciones acerca de un tema apasionante: ¿Qué es la verdad? Es la pregunta cargada de ironía que hará Poncio Pilatos, delante de Aquél que afirmó de Sí mismo: Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz.[3]

Pues si consideramos con detenimiento, es ese el problema más elemental que todo ser humano se plantea en lo más íntimo de su ser. En todo momento, en todo lo que observa o escucha, en todo lo que piensa o siente, es llevado por un propensión, un deseo o una inclinación de buscar una certeza, una verdad en que fundarse. Es el famoso porqué” de los niños que quieren saberlo todo; y que, en su inocencia aún no mancillada, se llenan de estupor y admiración delante de un mundo nuevo que ofrece a sus mentes ansiosas de conocer, una infinitud de interrogantes. En esta materia nuestros amables lectores, principalmente papás y mamás, pero también tíos, hermanos, abuelos, maestros y tantos otros que se relacionan con estos “pequeños preguntones” han atesorado una vasta experiencia.

  Y ¿qué es, pues, la verdad?  Es la misma pregunta que muchos hoy en día se hacen. Y también son muchos los intentos de respuesta que existen. Se acostumbra decir que la verdad es la conformidad entre lo que se piensa o se cree y la realidad. Así lo ha entendido fundamentalmente la filosofía, desde Aristóteles, para quien la verdad consiste en afirmar lo que es y en negar lo que no es, y la Escolástica que la define como la adecuación entre las cosas y el entendimiento: veritas est adaequatio rei et intellectus.[4]

Por su parte, con su estilo tan característico, Santa Teresa de Jesús define la verdad como unida necesariamente a la humildad. Escuchemos lo que la ella misma escribe en su famoso libro de Las Moradas o Castillo interior[5] acerca de la verdad y su estrecha afinidad con la virtud que sirve de fundamento a todas las demás:

También acaece ansí muy de presto, y de manera que no se puede decir, mostrar Dios en sí mesmo una verdad, que parece deja escurecidas todas las que hay en las criaturas, y muy claro dado a entender, que Él solo es verdad, que no puede mentir; y dase bien a entender lo que dice David en un Salmo, que todo hombre es mentiroso, lo que no se entendiera jamás ansí anque muchas veces se oyera; es verdad que no puede faltar. Acuérdaseme de Pilatos, lo mucho que preguntaba a nuestro Señor, cuando en su Pasión le dijo qué era verdad, y lo poco que entendemos acá de esta suma verdad. Yo quisiera poder dar más a entender en este caso, mas no se puede decir.

Saquemos de aquí, hermanas, que para conformarnos con nuestro Dios y Esposo en algo, será bien que estudiemos siempre mucho de andar en esta verdad. No digo sólo que no digamos mentira, que en eso, gloria a Dios, ya veo que traéis gran cuenta en estas casas con no decirla por ninguna cosa, sino que andemos en verdad adelante de Dios y de las gentes, de cuantas maneras pudiéramos; en especial no quiriendo nos tengan por mejores de lo que somos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo, y a nosotras lo que es nuestro, y procurando sacar en todo la verdad, y ansí ternemos en poco este mundo, que es todo mentira y falsedad, y como tal no es durable. Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entiende agrada más a la suma verdad,  porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento. Amén.

 

Aquí nos enseña la insigne mística de Ávila la actitud que la criatura humana debe asumir delante de su Dios y Creador, reconociendo su soberanía y omnipotencia. Lo que implica, además, reconocer en nosotros –y en los otros– las cualidades, virtudes o dones que el Creador haya otorgado en su infinita misericordia, al tiempo que reconocemos nuestros pecados, defectos y errores, los cuales debemos no solo detestar sino sobre todo enmendar.

Es célebre esta afirmación del Aquinate: Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Santo est [6] con la cual nos quiere enseñar que aquellas verdades alcanzadas por la razón -en cuanto sean ontológicamente verdaderas- provienen de Dios, que siendo la Suma Verdad no se contradice a Sí mismo. Este infatigable anhelo por la verdad le mereció al Doctor Angélico el reconocimiento de los Sumos Pontífices, es de destacar el del Papa Pablo VI[7]:

Tal afán de buscar la verdad, entregándose a ella sin escatimar ningún esfuerzo -afán que Santo Tomás consideró misión específica de toda su vida y que cumplió egregiamente con su magisterio y con sus escritos- hace que pueda llamársele con todo derecho “apóstol de la verdad y que pueda proponerse como ejemplo a todos los que desempeñan la función de enseñar. Pero brilla también ante nuestros ojos como modelo admirable de erudito cristiano que, para captar las nuevas inquietudes y responder a las exigencias nuevas del progreso cultural, no siente la necesidad de salir fuera del cauce de la fe, de la tradición y del Magisterio, que le proporcionan las riquezas del pasado y el sello de la verdad divina.


[1] Así apodaron sus compañeros al joven Tomás cuando era estudiante porque  seguía las lecciones con extrema atención y calma, sin pronunciar palabra, además de que se caracterizaba por ser grande y corpulento. Cierta vez, su maestro San Alberto Magno, sabedor de este mote, profetiza al respecto de su alumno: Algún día los mugidos de este buey se escucharán en el mundo entero. (Cfr. Louis de Wohl. La luz apacible. Ediciones Palabra, Madrid: 2001, p. 208)

[2] Cfr. Pablo da Silveira. Historias de filósofos. Buenos Aires: Ed. Alfaguara, 1997, p. 88.

[3] Jn. 18, 37

[4] cf. De Veritate q. 1a. 1; Summa Theologica I, q. 16, a. 2 ad 2

[5] Sexta morada, cap. X

 

[6] Toda verdad, quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo. (Sum. Theol., I-II, q. 109, a. 1 ad 1.)

[7] Carta Apostólica Lumen Ecclesiae N°10 (20 de noviembre de 1974) con motivo del VII centenario de la muerte de Santo Tomás de Aquino

O Homem enquanto ser eminentemente contemplativo

pordosolDiác. José Victorino de Andrade

 

            O homem foi criado com uma alta finalidade: a contemplação de Deus. “Para antecipar em certa medida este objectivo já nesta vida, ele deve progredir incessantemente para uma vida espiritual, uma vida de diálogo com Deus”.[1] De acordo com Corrêa de Oliveira, o homem tem necessidade de fixar a atenção sobre determinadas cenas do quotidiano, sejam elas uma paisagem, um monumento ou um teatro, entre muitas outras, extraindo as suas próprias conclusões, tirando da observação ou daquilo que os sentidos lhe indicam elações, que poderão passar pela impressão que tenha de algo ser verdadeiro ou falso, bom ou mau. Diante disto, aceita ou rejeita o que sensoriou e tira uma série de princípios. Assim sendo, ele tem diante de si criaturas que representam e refletem a Deus. Como ser profundamente comunicativo, o homem transmitirá de alguma forma as impressões que as coisas lhe causam, isto é, comunica o que lhe vai na alma, fala da abundância do coração, e isto conduz também ao serviço, pois, o homem, pela sua própria natureza, serve aquilo a que ama.[2]

            Porém o homem poderá elevar-se a um ato de louvor através da contemplação ou rejeitar esta elevação de alma e se deter na fruição egoística e circunscrita do ser que tem diante de si. Isto traz como consequência um realce da matéria e uma negação das relações daquilo com o Ser absoluto.[3] Conforme dizia Santo Irineu:

 

Não é a arte de Deus, capaz de suscitar das pedras filhos para Abraão, que é insuficiente, mas é aquele que não a segue a causa da própria perfeição falhada. De fato, não é a luz que falta devido à culpa dos que se tornaram cegos, mas quem se tornou cego permanece na obscuridade por sua culpa, enquanto a luz continua a brilhar. A luz não submete ninguém à força, nem Deus obriga ninguém a aceitar a sua arte.[4]

           

 

VICTORINO DE ANDRADE, José. A Igreja e o Verdadeiro Progresso: Sacralização e Pleno Desenvolvimento no mundo contemporâneo. 17 f. Trabalho (Mestrado em Teologia Moral) – UPB, 2009. p. 9-10.

[1] Bento XVI. Audiência Geral, Quarta-feira, 29 de Agosto de 2007

[2] Cf. Correa de Oliveira. Notas para a Conceituação da Cristandade, Década de 50. p .7. (Extraído do Original).

[3] Idem.

[4] Adversus haereses IV, 39, 3

El concepto del mal en la iglesia de hoy

Gustavo Ponce Montesinos

Uno de los temas que siempre han estado presentes en la Iglesia, es el problema del mal en el mundo, entendiéndolo como el pecado que conlleva al sentimiento de culpa y confusión. 

 El pecado original se plegó a la conducta humana y nos recuerda que somos  imperfectos. Pero la buena noticia del Cristianismo, según  afirma Benedicto XVI en un artículo publicado el 12 de diciembre de 2008, es que “el mal no constituye el ser del hombre”.

bento Entendiendo así que el mal y los errores humanos no constituyen un estado definitivo en las personas, ni impide el ascenso espiritual, ni estanca el desarrollo moral. Por el contrario, el hombre cuenta con una sensibilidad  eficiente para reconocer sus pecados e imperfecciones.  Pero lo más importante es que es capaz de comprender hacia dónde debe conducirse y a quién debe recurrir en busca de guía.

 Con base en el concepto del pecado, el Papa Benedicto XVI, como cabeza principal de la Iglesia de hoy, expuso en el artículo antes mencionado, la doctrina sobre el pecado original y la redención, y lanza el siguiente cuestionamiento: “¿es posible creer hoy en el pecado original?. Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado (…). Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. (…) es innegable la existencia del mal y la necesidad que experimenta el hombre de ser redimido de él

 Ante esa necesidad de redención, la Iglesia sostiene que Dios está siempre dispuesto a satisfacer los sinceros ruegos de quienes buscan su ayuda. Es decir, que el mal no es un impedimento para encontrar bien, y el máximo Bien es Dios.  Esta doctrina de la institución eclesiástica se manifiesta en las palabras del Papa respecto a la necesidad de redención que está manifiesta en “el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien”.

 La Iglesia predica que Dios es justo, piadoso, sabio, compasivo y perfecto; en otras palabras, Dios es el sumo Bien y ha infundido en el ser humano su propio Espíritu, por el cual  el hombre tiene la disposición para la benevolencia.  No obstante, dichas cualidades bondadosas están limitadas por su naturaleza finita. Ello puede explicar la imperfección y la posibilidad de equivocarse del ser humano, de contradecir el bien, aunque siempre tendrá la disposición de volverlo a buscar.

 El hom­bre es imperfecto pero no por eso ha sido abandonado por Dios, para que sufra sin esperanza las consecuencias de sus propias deficiencias. Está fortalecido por las Escrituras, puede acudir constantemente a la razón, cuenta con libertad de elección y es guiado por parámetros sociales y psicológicos que vislumbran una anhelada perfección, fuente de ideales que no culminan con su limitado ciclo vital, sino más bien le proveen de una aspiración a trascender su vida terrenal como única forma de hallar el bien absoluto. Es decir, que la imperfección del hombre manifestada por la presencia del mal, hace de su vida algo interesante y con sentido, no monótono ni estático, ya que el mal evidencia con más fuerza la presencia del bien.

La cuestión clave, sostiene Benedicto XVI, es “qué explicación ontológica ha buscado el hombre para ese mal, que (…) lo ha convertido en una segunda naturaleza. (ibíd.).  La constante oscilación entre las fuerzas del bien y el mal constituye la lucha de la vida.

Se entiende que el hombre posee, latente dentro de sí, la capacidad potencial del mal, pero no es mayor que su capacidad del bien. Sólo el hombre es responsable del camino que sigue en su vida. 

En consecuencia, la Iglesia asume el mal como una violación deliberada y consciente de la ley de Dios. No acepta el principio dualista respecto a que “el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal, donde el mal es tan originario como el bien“. El ser sería “una mezcla de bien y mal que, según esta teoría, pertenecería a la misma materia del ser”. Según Benedicto XVI, “es una visión en el fondo desesperada: si es así, el mal es invencible“. “No hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal“.

Por lo tanto, el ser “no es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por ello es bueno existir, es bueno vivir (…)  sólo hay una fuente buena, el Creador. Y por esto vivir es un bien, es una cosa buena ser un hombre, una mujer, es buena la vida“.

Con estas palabras del sumo Pontífice, se demuestra que la Iglesia de hoy es enfática al afirmar que el mal puede ser superado, ya que a la permanente fuente del mal Dios ha opuesto una fuente de puro bien. “Es por ello que, si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque éste está conectado inseparablemente con otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo” (ibíd.). La Iglesia Cristiana parte de la “convicción de la bondad de la naturaleza humana, de la libertad del hombre de su llamada a la perfección y de la responsabilidad que le incumbe dentro del todo unitario del género humano. … el hombre es bueno por haber sido creado por Dios a su imagen y semejanza, en un sentido que le distingue de todas las demás criaturas terrenas. En su espíritu lleva gravada la imagen de la Trinidad. San Agustín ha estudiado con máximo rigor las diferentes posibilidades de concebir la imagen de Dios inscrita en el espíritu humano[1].

PONCE MONTESINOS, Gustavo. El mal: ¿condición de posibilidad del orden perfecto de la creación?: Aceptación de la Falibilidad Humana como camino a la Perfección. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teología, Filosofía Y Humanidades. Licenciatura Canónica en Filosofía. Medellín, 2009. p. 35-37.


[1] STEIN Edith. La estructura de la persona humana. Estudios y Ensayos BAC , Madrid, 2003, pág. 11

O alcance dos efeitos dos sacramentais

agua-bentaIgnacio Montojo Magro, EP

 

Os sacramentais oferecem aos fiéis bem dispostos a possibilidade de santificar quase todos os eventos da sua vida por meio da graça divina que flui dos méritos da Paixão, Morte e Ressurreição de Nosso Senhor Jesus Cristo e, neste caso, é administrada pela Santa Igreja. Neste sentido preparam para receber com fruto os sacramentos.

 

Mas é preciso considerar que, se bem que seus efeitos não dependem principalmente da disposição moral do ministro ou do sujeito, pode esta concorrer a uma eficácia maior, pois Deus outorga seus dons em quantidade e qualidade maior em virtude do mérito e disposições que concorrem em quem os administra, confere ou recebe. É mesmo que acontece com a oração. Serão mais eficazes na medida em que nos identificarmos, por nossa religiosidade profunda, com a Igreja que opera através deles e com sua intenção. Pode-se dizer nesse sentido – e é tal a tese defendida por muitos teólogos – que os sacramentais operam quase ex opere operato (REGATILLO apud MARTÍN, 2002: 1647), ou seja que eles não tem o poder natural, como os sacramentos, de operar a graça, mas sim de obtê-la da misericórdia e bondade de Deus. São ajudas poderosas com as quais se recebe, por isso mesmo, proteção contra as tentações, graças e ajudas segundo o caso, assim como capacidade operativa e graças atuais para corresponder a vontade de Deus segundo a vocação e carisma próprios.

 

agua-benta2Entretanto, deve-se sempre levar em consideração que a oração da Igreja, Esposa Mística de Nosso Senhor Jesus Cristo, não pode deixar de ser plenamente aceita pela Divindade e, por tanto, se bem que o sacramental não é totalmente infalível como o sacramento (desde que devidamente recebido) senão que segue, as regras habituais da oração, e ainda que opera mais por via de misericórdia que de justiça, não deixa de ser evidente que sua eficácia supera de longe a duma obra boa feita sem ser sacramental, tanto quanto pode ter de aceito e sumamente agradável à Divina Majestade a oração da Esposa amantíssima, indefectivelmente santa, castíssima e fidelíssima de Jesus Cristo. Isto mais se aplicará, se couber, quanto a principal finalidade é contribuir à santificação dos fieis.

 

MONTOJO MAGRO, Ignacio et all. O fundamento teológico da eficácia dos sacramentais. Centro Universitário Ítalo Brasileiro – Curso de Teologia. São Paulo, 2009. p. 49-50

A medida de toda a verdade

Mons. João Clá Diastrindade2

O Criador de todas as coisas é como um artista que estabelece a verdade de sua obra. Ao criar, ele determinou também o modo de existência de cada coisa. Assim, a verdade que criatura realiza em si expressa uma idéia do divino Artista. Por isso, diz São Tomás que cada ser está posto entre dois intelectos: o do Criador e o do homem.[1] O primeiro é o “medidor” (mensurans) de cada coisa. Por sua vez, as coisas são “medidas e medidoras“, ou seja, elas são definidas segundo a verdade e, de seu turno, definem a verdade. Já o intelecto humano é tão-só “medido” pelas coisas.[2]

Cada ser individual,  por menor que seja — mesmo os irracionais, que recebam sua forma pela ação da natureza —, foi pensado por Deus. Uma formiguinha que vemos carregar laboriosamente uma folha muito maior e mais pesada do que ela tem participação na Verdade eterna, e sua verdade é medida pelo divino Criador. O que dizer de cada homem, por mais apagado, humilde e privado de qualidades naturais? Nós não fomos “jogados” aleatoriamente neste mundo e “esquecidos” aqui. Cada um de nós é medido amorosamente em sua verdade por Aquele que nos idealizou desde toda a eternidade, e bastaria a lembrança disso para nos encher de maravilhamento.

Assim, a norma ou medida da verdade “é a inteligência divina, causa exemplar de toda verdade, tanto ontológica como lógica, em que a conformidade do ato e o objeto especificamente chega a ser identidade”.[3]

A verdade se encontra no intelecto segundo este apreende uma coisa tal como ela é, e encontra-se na coisa segundo ela tenha um ser que possa se conformar ao intelecto. Ora, isso se encontra em Deus no mais alto grau. Pois não apenas seu ser é conforme a seu intelecto, mas Ele é sua própria intelecção, e esta é a medida e a causa de qualquer outro ser e de qualquer outro intelecto. Ele mesmo é seu ser e sua intelecção. Segue-se que não apenas a verdade está n’Ele, mas que Ele próprio é a suprema e primeira verdade.[4]

O ensinamento de São Tomás a propósito dessa maravilhosa conexão entre o conhecimento humano, a verdade presente nas criaturas e a Verdade do Intelecto divino remete para a noção de participação. Nos dizeres de Aertsen, “a origem da verdade de Deus é concebida como participatio. Todas as outras coisas participam na Verdade única, máxima”.  E ele observa que nem mesmo conhecer os anjos, que são verdadeiros porque são também seres por participação, pode constituir “o fim último do desejo de conhecer a verdade, no qual consiste a bem-aventurança humana. Pois só a contemplação de Deus, que é verdade por essência, faz o homem perfeitamente bem-aventurado”.[5]

Eis aqui um princípio teleológico da verdade que cumpre acentuar. O homem não se aperfeiçoa intelectualmente, segundo seu fim, apenas no conhecer pelo conhecer, mas tendo em vista o movimento de sua inteligência em direção à contemplação da Verdade suprema.

Em seu desdobramento mais importante, essa doutrina da participação na verdade tem necessariamente uma relação direta com o Verbo encarnado, o Filho de Deus feito homem, em função do qual todas as coisas foram criadas. E aqui têm papel central as seguintes palavras de Jesus, numa das últimas conversas com os Apóstolos antes da Paixão:

E vós conheceis o caminho para ir aonde vou. Disse-lhe Tomé: Senhor, não sabemos para onde vais. Como podemos conhecer o caminho? Jesus lhe respondeu: Eu sou o caminho, a verdade e a vida; ninguém vem ao Pai senão por mim. Se me conhecêsseis, também certamente conheceríeis meu Pai; desde agora já o conheceis, pois o tendes visto. (Jo. 14, 4-7)

Referindo-se às palavras de Jesus, de que Ele é “o caminho, a verdade e a vida”, Aertsen diz que, segundo Tomás, elas devem ser entendidas “como significando que Cristo, de acordo com sua natureza humana, é o caminho (via) para a verdade; pois o fim do desejo humano é o conhecimento da verdade. Porém, ao mesmo tempo, Cristo é o término do caminho, pois, segundo sua divindade, ele é a Verdade”.[6]

 CLÁ DIAS, João. Ensaio: A fidelidade ao primeiro olhar. São Paulo: IFAT, 2008. p. 36-38.


[1] De Veritate, q. 1, a. 2 co: Inter duos intellectus constituta.

[2] De veritate, q. 1, a. 2 co: Sic ergo intellectus divinus est mensurans non mensuratus; res autem naturalis, mensurans et mensurata; sed intellectus noster mensuratus et non mensurans res quidem naturales, sed artificiales tantum.

[3] DERISI, Los Fundamentos…, p. 368-369.

[4] Summa Theol. I, q. 16, a 5: Et suum intelligere est mensura et causa omnis alterius esse, et omnis alterius intellectus; … Ut sequitur quod non solum in ipso sit veritas, sed quod ipse sit ipsa summa et prima veritas. (Grifos nossos.)

[5] AERTSEN, Jan. Nature and Creature: Thomas Aquinas’s Way of Thought. Leiden/New York: Brill, 1988, p. 161-162.

[6] AERTSEN, Nature and Creature…, p. 161; Super Ioannem, c. 14, lect. 2.

O primado da vida interior e da santidade para o sucesso pastoral

Diác. José de Andrade, EPobras-misericordia

 

Por vezes,  pode haver na Igreja a tentação de entrar numa tal vida prática e concreta, nos complicados e inúmeros meandros da presente crise social, que a oração e a prática religiosa sejam relegadas para um segundo plano, colocando o serviço ao próximo em destaque e esquecendo-se que esta ação parte do serviço e da primazia dada a Deus. A caridade deve partir de um amor que transborda e que nos coloca ao serviço e não de uma ação prática que nos convida a fazer o bem partindo de um principio naturalista, interesseiro ou mesmo de crescimento à vista e à consideração de uma comunidade. De acordo com a Carta Apostólica para o Novo Milênio, do anterior Pontífice, esta mentalidade pode insidiar qualquer caminho espiritual e também a ação pastoral quando se trata de:

 

pensar que os resultados dependem da nossa capacidade de agir e programar. É certo que Deus nos pede uma real colaboração com a sua graça, convidando-nos por conseguinte a investir, no serviço pela causa do Reino, todos os nossos recursos de inteligência e de ação; mas ai de nós, se esquecermos que, «sem Cristo, nada podemos fazer » (cf. Jo 15,5). É a oração que nos faz viver nesta verdade, recordando-nos constantemente o primado de Cristo e, consequentemente, o primado da vida interior e da santidade. Quando não se respeita este primado, não há que maravilhar-se se os projetos pastorais se destinam ao falimento e deixam na alma um deprimente sentido de frustração.[1]

 

            Portanto, este primado do espiritual sobre o temporal deve verificar-se, sobretudo, na importante ação da Igreja e deve estar permanentemente diante dos olhos daqueles que exercem qualquer trabalho ou ministério no redil de Nosso Senhor Jesus Cristo. Só assim os ramos estarão alimentados pela verdadeira vide que é Ele, e darão frutos abundantes, pois n’Ele tudo poderão.[2] E só assim servirão de exemplo para a sociedade Temporal, tornando-se o “fermento na massa”.

 

 

 

VICTORINO DE ANDRADE, José. A Igreja e o Verdadeiro Progresso: Sacralização e Pleno Desenvolvimento no mundo contemporâneo. 17 f. Trabalho (Mestrado em Teologia Moral) – UPB, 2009. p. 6-7.

[1] João Paulo II. Novo Millennio Ineunte, n. 38.

[2] Cf. Jo 15, 1-8; Is 5, 1-7; Os 10, 1; Sl 80, 15-20.


Parallelismo tra fede teologale e «fede scientifica»

Pe. Eduardo Caballero, EPimag

 

La distinzione classica tra fides quae creditur (l’aspetto materiale della fede teologale: comprendere i singoli articoli di fede, il contenuto di ciò che crediamo) e fides qua creditur (l’aspetto formale della fede: l’atto stesso del credere) si può ritrovare nella fede scientifica. Il suo aspetto materiale sarebbero i contenuti specifici che lo scienziato accetta come veri pur non avendo una esperienza diretta della sua veracità. Ad esempio, solitamente nessun scienziato mette in dubbio la veracità della seconda legge della termodinamica. E questo anche se lui stesso non ne ha avuto l’evidenza empirica: semplicemente si accetta la legge come valida. Tale accettazione sarebbe proprio l’aspetto formale di questa fede scientifica. In modo analogo, possiamo evidenziare in essa un aspetto «noetico», richiamato da Einstein, come abbiamo visto, che sarebbe l’accettazione intuitiva da parte del singolo scienziato dei presupposti della scienza universalmente riconosciuti dalla «comunità scientifica» (corrispondente al concetto di fides nel caso della fede teologale: è necessario anzitutto accettare la verità della Parola e della promessa di Dio, cioè credere che egli è vero in quanto dice), così come pure un aspetto «etico», che implica un certo modo di comportarsi dello scienziato nella sua ricerca scientifica in accordo con delle regole stabilite da altri o dal metodo scientifico stesso (corrispondente al concetto di mores nell’ambito della fede teologale: aderire alla Parola di Dio, alla sua fedeltà essendo fedele il credente come lo è Dio stesso).

Se diamo uno sguardo veloce, e per forza molto superficiale, ai cenni biblici sull’idea di fede, la «ubbidienza» e la «fiducia», che richiamano fortemente la fede teologale, sono elementi altrimenti presenti nel discorso che uno scienziato fa quando si sottomette docilmente ai principi che regolano il lavoro scientifico e si fida dei risultati altrui per arrivare a conclusioni più elaborate. Negli Atti degli Apostoli resta chiaro che la fede teologale è qualcosa che si riceve non soltanto per grazia divina, ma anche dalla Chiesa, per mezzo della Chiesa. Nel caso della fede scientifica, non è facile individuare un correlato divino che concede la fede come dono, ma sì un correlato comunitario alla Chiesa, e cioè, la comunità scientifica, che garante la veracità dei contenuti “creduti”. In questo senso, ci sembra significativa la conclusione di F. Ardusso:

 

Nelle scienze, la dimensione antropologica della fiducia e dell’affidamento si riconosce sia perché l’accesso a buona parte delle conoscenze poggia su tradizioni intellettuali precedenti, recuperando, pur senza rinunciare al vaglio critico dell’esperienza, i risultati già raggiunti ed accolti in un clima di fiducia costruttiva (cfr. Fides et ratio, 31-32), sia perché l’attività delle scienze riposa su presupposti prescientifici che coinvolgono il modo con cui il soggetto si pone dibfronte a quel reale che cerca di studiare, sulla cui intelligibilità e ragionevolezza «gli scienziati si appoggiano fiduciosi» (ibidem, 34). Dal canto suo, la fede reli giosa non si esaurisce in un’adesione estrinseca e acritica a contenuti conoscitivi che sorpassano la ragione, ma rappresenta un’opzione di tutta la persona, e dunque implica anch’essa un modo di porsi di fronte ad un reale la cui verità e senso ultimi si accetta di conoscere non come frutto della propria investigazione, ma come ascolto di una Parola che rivela ed interpreta, e dalla quale ci si lascia interpretare.[1]

 

Nelle lettere di Paolo appare la novità di un «assenso intellettuale» alla fede. Lui non ha creduto in modo cieco; sa a Chi ha dato la sua fiducia, la sua fede; non è un affare puramente emotivo, affettivo, senza un coinvolgimento intellettuale. Nella lettera agli Efesini, e soprattuto in Giovanni, si parla di una fede che sorpassa ogni conoscenza; essa è un tipo di conoscenza in se stessa, un modo di percepire la realtà. E tutto questo costituisce un altro e importante punto di contatto con la fede scientifica.

Sempre in rapporto con l’ambito biblico, la discussione scientifica sulla razionalità del cosmo ci sembra di richiamare la contenda tra fede e incredulità che si può rilevare ad esempio nel Libro dell’Esodo, a proposito della storia di Mosè e del popolo eletto dopo l’uscita dall’Egitto. È una successione di fede e sfiducia, di assensi e dissensi mentre una certa corrente cammina verso la desiderata “terra promessa” in cui – dicono i scientisti – sarà possibile dare una spiegazione coerente e globale di tutti gli aspetti della realtà con base nella “sola scienza”. Isaia è conosciuto come il «profeta della fede», che richiama spesso il rapporto fra fede e sicurezza: l’unica potenza che conta veramente è quella di Dio. Ebbene, il positivismo ha anche suscitato negli ultimi secoli diversi suoi “profeti” che hanno auspicato un futuro migliore sulle basi dello scientismo, come se dicessero: se non crederete nella scienza, non avrete stabilità.[2]

 

CABALLERO, Eduardo. Fede teologale e «fede scientifica»: Cenni su alcune correlazioni epistemologiche. Pontificia Università Gregoriana. Roma, 2009. p. 8-10.


[1] F. ARDUSSO, «Fede», DISF, I, 623-624.

[2] «Se non crederete, non avrete stabilità» (Is 7,9).

La teología unida al derecho

      Pe. Jorge Maria Storni, EP  cruz-livro

 

Así como en el velo de la Verónica se estampó la figura de Cristo, mucho más el rostro de Cristo se refleja en la Iglesia Católica, en ella como en un espejo. En sus instituciones, en sus costumbres, en sus leyes, en su doctrina, en su unidad y en su catolicidad, nos encontramos con la fisonomía sagrada de Su divino Fundador, al mismo tiempo Dios y hombre verdadero, unidas Sus dos naturalezas, la divina y la humana, en una unión hipostática en una sola persona, Jesús Cristo, segunda persona de la Santísima Trinidad.

                   Precisamente con esta realidad, natural y sobrenatural, si bien que muchísimo más marcada la sobrenatural, nos encontramos con la liturgia y el culto divino, y con los sacramentos. Todos estos elementos del munus santificante, lógicamente varios, se unen en su última finalidad, la Gloria de Dios y la salvación de las almas.  En la liturgia y el culto divino encontramos el sacerdocio ministerial, y el sacerdocio común de los fieles, participando activamente en la celebración litúrgica. Lo mismo en los sacramentos, el sacerdocio ministerial tiene reservada su administración, pero no del todo, el sacerdocio común puede administrar algunos, y a todos los fieles les son administrados en nombre de la Iglesia, como el principal medio salvación. Se nos presenta también la Iglesia jerárquicamente organizada, con el Sumo Pontífice a la cabeza, el Colegio Episcopal, el cual en comunión con su cabeza y entre todos sus miembros es también Suprema autoridad en la Iglesia universal; los Obispos y otros prelados al frente de las distintas iglesias particulares; y después los fieles en general, religiosos que se han entregado a la vida consagrada, para dar con ella testimonio de Cristo,  y los laicos que sin estar consagrados tienen como principal misión cristianizar las realidades temporales, especialmente por medio de la familia y en otros muchos ambientes de la vida social. La teología se nos presenta unida al derecho, formando un gran cuerpo, al mismo tiempo espiritual y social. A este propósito, comenta el cardinal Julián Herranz:

 

Nunca ha faltado sensibilidad teológica y pastoral en el trabajo de aquellos canonistas que son conscientes de dedicarse no a un Derecho puramente humano, sino a un derecho que tiene como fundamento —y, en parte, como contenido— el ius divinum, y se encuentra por tanto inserto en la acción salvífica mediante la cual la Iglesia continúa en el transcurso del tiempo la misión de su divino Fundador. Esto significa que la estructura sacramental, jerárquica y jurídica de la Iglesia sirve de medio para comunicar la gracia divina al Pueblo de Dios. Y el Derecho canónico cumple esa función instrumental sin dejar de ser lo que es: Derecho, con sus exigencias propias de carácter técnico, metodológico y de terminología.[1]

 

 

STORNI, Jorge. La misión de santificar de la Iglesia Católica y el sacramento de la reconciliación.  Mestrado em Direito Canônico — Pontifício Instituto de Direito Canônico do Rio de Janeiro, 2009. p. 21-22.


[1] Herranz, Julian. Comentario exegético al Código de Derecho canónico, Eunsa, 1996, Vol I, p.181.

Visión médica de Santa Hildegarda

Pe. José Francisco Hernández Medina, E.P.hildegarda

Son numerosas las obras publicadas sobre la visión médica de Santa Hildegarda[1].

La nota que caracteriza estos comentaristas es el hecho de que Santa Hildergarda tenía conocimientos físicos, médicos, además de los teológicos, en parte por sus viajes y observaciones personales; pero que eso no explica todo lo que escribe en sus obras, pues ello obedece también a otros factores, como son las revelaciones.

Sus dos tratados de medicina «sutil» – los únicos escritos en el occidente cristiano en el siglo XII – se consideran todavía hoy un hito en la materia. Es de destacar, a su vez, el gran interés que han suscitado, sobre todo en los últimos siglos, su conocimiento sobre la medicina homeopática[2]. Son frecuentes, en sus obras, las descripciones de las cualidades de los objetos naturales, en función del cuerpo, de la salud y de la enfermedad y su relación con la unidad del cuerpo y del alma.

Abundan, en sus obras, recetas, regimenes alimenticios y prescripciones que no se duda en calificar de «modernas». Ella busca en todo el equilibrio como factor de salud para el hombre. Conociendo su interrelación, no separa los estados anímicos de los males culturales, trabajando ambos, al cuidar de un enfermo. Así, por ejemplo, busca en las plantas la solución para la melancolía, que según ella proviene de la bilis negra. Y así con otras enfermedades. Para solucionar el mal de esta bilis mal eliminada, prescribe regimenes alimenticios específicos. El uso de la rosa con la salvia, por ejemplo, es una de sus medicinas más eficaces.

El crecimiento humano necesita de la belleza y la armonía interiores; para la abadesa, el estado natural del hombre es la salud, sólo quebrantada por el pecado[3]. La alimentación, según ella, debe de agradar al hombre, por la relación entre cuerpo y alma; y, por ello, su relación con la salud. Algunas instituciones actuales utilizan la medicina de Santa Hildergarda para su producción. Es el caso de la denominada Amigos de Hildegarda en Suiza, Alemania, Austria, Indiana (EE.UU.).

Puede decirse, en efecto, que desde el punto de vista médico, alimenticio, y del medio ambiente, Hildergarda nos hace apreciar las virtudes ignoradas de lo que nos rodea: plantas, animales, hierbas, bosques. […] Los ecologistas deberían interesarse en su visión. Ella parece llevarnos de la mano a través de las inmensas reservas de la naturaleza para que aprendamos a discernir lo que, de entrada, escapa a nuestros sentidos. Por lo demás, el valor sutil, a los ojos de Hildergarda, es el valor curativo, bienhechor, que pueden tener para el hombre las plantas, los frutos, los animales, los peces, etc.[4].

 

HERNÁNDEZ MEDINA, José Francisco. Santa Hildergarda: Ejemplo sublime de armonia entre fe y ciencia. Universidad Gregoriana – Departamento de Teología Fundamental. Roma, 2008. p. 10.


[1]  M. Daniel. Sainte Hildegarde, une médecine tombée du ciel. T. I, La Prévention; Les Remèdes. Paris/Fribourg: Saint-Paul, 1991-1992. Hertzka, Gottfried; Strehlow, Wighard. Manuel de la médecine de sainte Hildegarde. Ed. Résiac.

[2] Cf. Régine, Pernoud, Hildegarde de Bingen…, 117-131.

[3] Cf. Régine, Pernoud, , Hildegarde de Bingen…

[4] Cf. Régine, Pernoud, , Hildegarde de Bingen…, 121-122.