Diác. Diego Cubides Umba, EP
En los primeros años de sus estudios universitarios en Breslau, Edith recuerda una serie de disertaciones de compañeros caídos en el frente y tiene la sensación de pertenecer a una generación hace tiempo desaparecida, preguntándose cómo es que aún vive:
En general son dos cosas que mantienen en pie mi energía: el deseo de ver qué va a ser de Europa, y la esperanza de hacer algo para la filosofía. De momento, se me interpone una espesa niebla, sobre todo en lo referente a la situación política;…pero no puedo desechar la idea de que la historia del mundo tiene un sentido. Qué margen queda aquí abierto a la intervención de cada uno, ésta es una cuestión sobre la que hace tiempo me rompo la cabeza[1].
Sus consideraciones alcanzaban no sólo los hechos concretos de la política, sino que Edith también emitía su juicio sobre las personas que en ella actuaban y sobre la influencia que sus opiniones académicas ejercían sobre sus propios pensamientos; con la finura propia de mujer, se fija en los pequeños detalles, haciendo descripciones muy reales:
El viejo señor Kaufman, un anciano de bellos cabellos blancos y unos ojos azules joviales y radiantes, así como el profesor Zeiekursel, que era bastante joven, pequeño, pero tieso y enérgico, eran políticos nacional liberales. Se sentían orgullosos del nuevo imperio en el que todos habíamos sido educados, pero no había en ello una divinización de la casa reinante, ni estrechamiento causado por el punto de vista prusiano. Se despertó en mí de nuevo mi antiguo gusto por la historia, hasta el punto de que en los primeros semestres llegase a dudar de si no había de ser ella el campo fundamental de mi trabajo. Este amor por la historia no era un simple sumergirme romántico en el pasado; iba unido estrechamente a los sucesos políticos del presente, como historia que se está haciendo. Ambas cosas produjeron una extraordinaria y fuerte conciencia de responsabilidad social, un sentimiento a favor de la solidaridad de todos los hombres[2].
Este amor por la persona humana y su riqueza individual, reflejada en la variedad de naciones, la mantuvo inmune a las filosofías materialistas de su tiempo que sustentaban una superioridad física de unos hombres sobre otros y que justificaban la violencia con sistemas de gobierno totalitarios. Era el repudio al fundamento doctrinario de lo que más tarde sería conocido como el Nazismo:
Con la misma fuerza que rechazaba un nacionalismo darwinista*, me adhería al sentido y necesidad, tanto natural como histórica, de estados independientes y pueblos y naciones diferentes. Por ello las concepciones socialistas y otras aspiraciones internacionalistas no ejercieron nunca influencia sobre mí[3].
Ella critica la complexión obtusa del Materialismo y del Positivismo en la ciencia moderna, que impide el vuelo de la inteligencia:
Por lo demás, a mi modo de ver, religión e historia se aproximan cada vez más, y me parece que los cronistas medievales, que fijaron la historia del mundo entre el pecado original y el juicio final, eran más sagaces que los modernos especialistas, para quienes, a partir de hechos científicamente comprobados, se ha perdido el sentido de la historia[4].
Stein rechazaba la postura positivista respecto a la exagerada valoración de la técnica y la ciencia como medida de la verdad absoluta, ya que para ella era más importante la trascendencia de los hechos, como influencia en la psicología de los pueblos que viven de la idealización de los mismos, y que representan el orgullo de una nación. Todavía faltaban cuatro años para su bautismo y hablando como judía, no tenía una visión parcializada o nacionalista de la historia: ¡qué rectitud de espíritu!
El pensamiento moderno degradó lo externo de la naturaleza humana, sobrevalorando la acumulación de la riqueza y el poder del conocimiento, sin importar la incompatibilidad con las normas de conducta moral, rompiendo así el concepto de solidaridad y moderación que había imperado en las comunidades medievales. La sociedad moderna capitalista y comunista requería de un contexto que les permitiese imponer su sistema de explotación de la naturaleza y del mismo hombre, bajo el pretexto del desarrollo industrial y social.
Edith Stein, con una inteligencia intuitiva, veía en esta forma de pensamiento una mutilación de la integridad del ser humano, a quien ella entendía como un compuesto de cuerpo y espíritu que debía ser asumido en su totalidad.
La doctrina positivista no daba cabida a otras dimensiones humanas que no tuvieran qué ver con la realidad física y trascendente, propiciando así una autodestrucción ontológica de la humanidad.
La filósofa carmelita, a través de su ejemplo y su pensamiento, reclama que el ejercicio de la libertad no puede ser entendido sino bajo los parámetros de una responsabilidad tanto individual como colectiva, y no sólo para el presente sino para el futuro, teniendo en cuenta que la incertidumbre es uno de los legados más nefastos que se le heredan a las próximas generaciones.
CUBIDES UMBA, Diego. La metafísica como sabiduría en el alma cristiana de Edith Stein. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades. Licenciatura Canónica en Filosofía. Medellín, 2009. p. 25-28.
[1] STEIN, Op. Cit., p. 591. Carta dirigida Roman Ingarden, el 6 de julio de 1917.
[2] Ibid., p. 302.
* Charles R. Darwin (1809-1882). Autor de la teoría revaluada del evolucionismo. El nacionalismo darwinista propondría una nación formada por gentes de una única raza.
[3] Ibid., p. 302.
[4] Ibid., p. 603. Carta dirigida a Roman Ingarden, el 12 de febrero de 1918.