Pe. Juan Francisco Ovalle Pinzón, EP
Por encima de las aspiraciones humanas existe un fin esencial, ontológico en el orden del ser humano e intrínseco a la vida, sea cual sea esta; este es el fin último objetivo del ser en el cual se encuentra la satisfacción a los deseos humanos y en el cual no queda ninguno de ellos por fuera, que en suma solo puede ser Dios. A pesar de existir este fin es el fin perfecto de los hombres, estos en muchas ocasiones procuran un fin diferente que a pesar de no ser perfecto, ni sobrenatural, ni último (objetivamente hablando) es considerado por muchos como el fin último de sus vidas y en este aspecto adquiere el título de fin último subjetivo, pues depende de la intención que tenga el sujeto agente a su respecto y del bien que la persona tome para su vida. Del fin que el hombre escoja para su vida dependerá su forma de existencia, debido a que el fin especifica los actos humanos[1] y les imprime moralidad, por lo menos subjetiva, a la existencia individual.
Objetivamente hablando, el cumplimiento de la finalidad está intrínsecamente ligado a la práctica de las virtudes e inherente en la moralidad de los actos humanos, no apenas desde una perspectiva aristotélica, más aún, desde una que sea de mayor alcance en la perfección de la naturaleza del hombre. Pues la práctica de la virtud debe generar en el ser humano sensaciones de bienestar que se actualizan, por lo menos por recuerdos, a lo largo de la vida.
A pesar de los beneficios que se presentan en el hombre virtuoso no son pocos los que volcándose únicamente hacia sí mismos, subjetivando el fin último, descartan y rechazan toda forma de virtud, estableciéndola como hostil en la procura de la felicidad. “Del conflicto entre la virtud y la felicidad surgen los distintos sistemas de la Filosofía moral”[2] y por ende las diferentes concepciones de felicidad; estas concepciones, motivadas e influenciadas por un contexto determinado, han variado a lo largo de los siglos junto con el progreso de la sociedad humana.