¿Quid est veritas?

Diác. Godofredo Salazar, EP

 Cuéntase que una vez estaba Santo Tomás de Aquino con los religiosos de su comunidad y estos, para gastarle una broma, comienzan a exclamar: Venid a ver un burro volando. Y esperaron con ansia para ver cómo reaccionaría su hermano de hábito. Éste, llevado de su espíritu observador, comenzó a mirar por todas partes sin divisar tal fenómeno, mientras los presentes estallan en carcajadas y le recriminan: Pero hombre de Dios, como puedes ser tan inocente. Tú que pareces conocerlo todo, deberías saber que es imposible que los burros vuelen. A lo que el “buey mudo”[1] respondió en tono serio: Entre que un burro vuele y que unos religiosos mientan, me parece más imposible lo segundo que lo primero[2]

jesus-e-condenadoEsta sencilla anécdota nos abre las puertas para tejer una serie de consideraciones acerca de un tema apasionante: ¿Qué es la verdad? Es la pregunta cargada de ironía que hará Poncio Pilatos, delante de Aquél que afirmó de Sí mismo: Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz.[3]

Pues si consideramos con detenimiento, es ese el problema más elemental que todo ser humano se plantea en lo más íntimo de su ser. En todo momento, en todo lo que observa o escucha, en todo lo que piensa o siente, es llevado por un propensión, un deseo o una inclinación de buscar una certeza, una verdad en que fundarse. Es el famoso porqué” de los niños que quieren saberlo todo; y que, en su inocencia aún no mancillada, se llenan de estupor y admiración delante de un mundo nuevo que ofrece a sus mentes ansiosas de conocer, una infinitud de interrogantes. En esta materia nuestros amables lectores, principalmente papás y mamás, pero también tíos, hermanos, abuelos, maestros y tantos otros que se relacionan con estos “pequeños preguntones” han atesorado una vasta experiencia.

  Y ¿qué es, pues, la verdad?  Es la misma pregunta que muchos hoy en día se hacen. Y también son muchos los intentos de respuesta que existen. Se acostumbra decir que la verdad es la conformidad entre lo que se piensa o se cree y la realidad. Así lo ha entendido fundamentalmente la filosofía, desde Aristóteles, para quien la verdad consiste en afirmar lo que es y en negar lo que no es, y la Escolástica que la define como la adecuación entre las cosas y el entendimiento: veritas est adaequatio rei et intellectus.[4]

Por su parte, con su estilo tan característico, Santa Teresa de Jesús define la verdad como unida necesariamente a la humildad. Escuchemos lo que la ella misma escribe en su famoso libro de Las Moradas o Castillo interior[5] acerca de la verdad y su estrecha afinidad con la virtud que sirve de fundamento a todas las demás:

También acaece ansí muy de presto, y de manera que no se puede decir, mostrar Dios en sí mesmo una verdad, que parece deja escurecidas todas las que hay en las criaturas, y muy claro dado a entender, que Él solo es verdad, que no puede mentir; y dase bien a entender lo que dice David en un Salmo, que todo hombre es mentiroso, lo que no se entendiera jamás ansí anque muchas veces se oyera; es verdad que no puede faltar. Acuérdaseme de Pilatos, lo mucho que preguntaba a nuestro Señor, cuando en su Pasión le dijo qué era verdad, y lo poco que entendemos acá de esta suma verdad. Yo quisiera poder dar más a entender en este caso, mas no se puede decir.

Saquemos de aquí, hermanas, que para conformarnos con nuestro Dios y Esposo en algo, será bien que estudiemos siempre mucho de andar en esta verdad. No digo sólo que no digamos mentira, que en eso, gloria a Dios, ya veo que traéis gran cuenta en estas casas con no decirla por ninguna cosa, sino que andemos en verdad adelante de Dios y de las gentes, de cuantas maneras pudiéramos; en especial no quiriendo nos tengan por mejores de lo que somos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo, y a nosotras lo que es nuestro, y procurando sacar en todo la verdad, y ansí ternemos en poco este mundo, que es todo mentira y falsedad, y como tal no es durable. Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entiende agrada más a la suma verdad,  porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento. Amén.

 

Aquí nos enseña la insigne mística de Ávila la actitud que la criatura humana debe asumir delante de su Dios y Creador, reconociendo su soberanía y omnipotencia. Lo que implica, además, reconocer en nosotros –y en los otros– las cualidades, virtudes o dones que el Creador haya otorgado en su infinita misericordia, al tiempo que reconocemos nuestros pecados, defectos y errores, los cuales debemos no solo detestar sino sobre todo enmendar.

Es célebre esta afirmación del Aquinate: Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Santo est [6] con la cual nos quiere enseñar que aquellas verdades alcanzadas por la razón -en cuanto sean ontológicamente verdaderas- provienen de Dios, que siendo la Suma Verdad no se contradice a Sí mismo. Este infatigable anhelo por la verdad le mereció al Doctor Angélico el reconocimiento de los Sumos Pontífices, es de destacar el del Papa Pablo VI[7]:

Tal afán de buscar la verdad, entregándose a ella sin escatimar ningún esfuerzo -afán que Santo Tomás consideró misión específica de toda su vida y que cumplió egregiamente con su magisterio y con sus escritos- hace que pueda llamársele con todo derecho “apóstol de la verdad y que pueda proponerse como ejemplo a todos los que desempeñan la función de enseñar. Pero brilla también ante nuestros ojos como modelo admirable de erudito cristiano que, para captar las nuevas inquietudes y responder a las exigencias nuevas del progreso cultural, no siente la necesidad de salir fuera del cauce de la fe, de la tradición y del Magisterio, que le proporcionan las riquezas del pasado y el sello de la verdad divina.


[1] Así apodaron sus compañeros al joven Tomás cuando era estudiante porque  seguía las lecciones con extrema atención y calma, sin pronunciar palabra, además de que se caracterizaba por ser grande y corpulento. Cierta vez, su maestro San Alberto Magno, sabedor de este mote, profetiza al respecto de su alumno: Algún día los mugidos de este buey se escucharán en el mundo entero. (Cfr. Louis de Wohl. La luz apacible. Ediciones Palabra, Madrid: 2001, p. 208)

[2] Cfr. Pablo da Silveira. Historias de filósofos. Buenos Aires: Ed. Alfaguara, 1997, p. 88.

[3] Jn. 18, 37

[4] cf. De Veritate q. 1a. 1; Summa Theologica I, q. 16, a. 2 ad 2

[5] Sexta morada, cap. X

 

[6] Toda verdad, quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo. (Sum. Theol., I-II, q. 109, a. 1 ad 1.)

[7] Carta Apostólica Lumen Ecclesiae N°10 (20 de noviembre de 1974) con motivo del VII centenario de la muerte de Santo Tomás de Aquino