La fenomenología católica de Santa Teresa Benedicta

Teresa Benedita Cruz

Diác. Diego Cubides Umba, EP

Con su fenomenología católica Santa Teresa Benedicta nos enseña la necesidad de una metafísica que considere todo pensamiento en función de Dios. La crisis actual es fruto de una sabiduría humana separada enteramente del Ser Absoluto, llevando al hombre a una vida sin sentido, en la cual prima lo efímero, lo espontáneo, lo instintivo, más propio del género animal y no de una persona humana de naturaleza racional que antes de cualquier acción, ve, juzga y  por último actúa según las reglas de la ley moral, que no pueden ser alteradas por los caprichos o el egoísmo de las pasiones humanas.

Su obra es un llamado al estudio de la filosofía moderna con los criterios de la fe católica, rectificando el camino que los hombres tomaron desde el Renacimiento en sentido contrario.  La razón tiene un límite, éste no se puede transponer sin ayuda de la razón sobrenatural, que debe sujetarse humildemente a las verdades reveladas.

Por tanto la fe no se torna una enemiga de la razón sino por el contrario la preserva del error, proporcionando a la inteligencia nuevas luces para enriquecer el conocimiento, como lo hizo ella con la fenomenología de Husserl.

Éste es otro rasgo fundamental: el no tener objeciones a priori. Ella no despreció el patrimonio de la antigua filosofía para hacer algo nuevo, sino por el contrario, se valió de aquélla para hacer la confrontación con la filosofía moderna, mostrando lo positivo y lo negativo de la última. De esta manera le dio un nuevo sentido a la escolástica y depuró aquélla de sus errores.

La gran personalidad de nuestra santa – poco amiga de novedades-, restituyó  el primado que debe tener el Doctor Angélico en todo estudio filosófico, para que sea sólido y seguro. Como ella misma dice “las soluciones (del Aquinate) de sus  problemas llevan en su frente el sello de la verdad”.

Su Santidad el papa León XIII en su encíclica “AEterni Patris” (4- VIII- 1879), recomendó el estudio de Santo Tomás, para conocer las maquinaciones y las astucias de la falsa sabiduría; en Edith encontramos esa fuente segura para entender al santo y beber el agua íntegra y pura de la verdad.

La razón humana no puede quedar encerrada en el círculo de los fenómenos, de lo contrario ella no sería capaz de conocer a Dios. Ella nos muestra cómo esto conduciría al agnosticismo. Por tanto toda ciencia que sólo admita los fenómenos, sin relación alguna con el Ser Absoluto, lleva al ateísmo científico e histórico.

Ella valora mucho el sentimiento pero sujeto a la inteligencia, de lo contrario perturba la  recta ratio por la conmoción  desordenada que los sentidos exteriores pueden ejercer sobre la corporalidad, animalizando al hombre. De ahí el gran valor que da  a la virginidad, que en sentido contrario angeliza al hombre haciendo que prime lo espiritual sobre lo material. Si bien no tiene un tratado sobre ésta, su vida consagrada nos da testimonio de gran aprecio que tenía por ella y del dominio que ejerció sobre su cuerpo.

Su vocación encarnó el pensamiento de los papas  desde León XIII, San Pío X,  Juan Pablo II – que la declaró co-patrona de Europa-  y el actual pontífice Benedicto XVI.

El primero, ya mencionado, puso de relieve la necesidad del estudio de Santo Tomás.

San Pío X condenó los errores del modernismo en la Encíclica “Pascendi Dominici Gregis” (8- IX- 1907), señalando desvíos de la filosofía, contestados también por Edith.

Se identifica plenamente con el pensamiento personalista de S.S. Juan Pablo II, que realza el valor trascendente de la persona humana. Su encíclica “Fides et Ratio” es la aplicación de la unión entre razón natural y sobrenatural que hace sor Teresa Benedicta en el campo filosófico.

Su Santidad el papa Benedicto XVI continúa la línea de su predecesor acentuando la unión que debe existir entre la religión y la razón: los principios de fe y la recta razón rechazan toda forma de totalitarismo y violencia.

Martirizada por los nazis, alcanzó el cumplimiento del ofrecimiento hecho por su pueblo. Existencia que no fue consumida en vano y como decía Tertuliano: “sangre de mártires, semilla de cristianos”.

CUBIDES UMBA, Diego. La metafísica como sabiduría en el alma cristiana de Edith Stein. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades. Licenciatura Canónica en Filosofía. Medellín, 2009. p. 91-104.

Felicidad cristiana y síntesis tomista

Pe. Juan Francisco Ovalle Pinzón, EP

 

           Desde los inicios de la cristiandad comenzaron a surgir una innumerable cantidad de pensadores católicos que inauguraron una nueva forma de ver, analizar y entender todos los fenómenos de la realidad y de la vida del hombre, desde una perspectiva nunca antes expuesta pero que a su vez no rechazaba todos los presupuestos rectos y ordenados que hasta entonces la humanidad había consolidado; de alguna manera este fue uno de los factores decisivos en la expansión de esta doctrina en una cultura en gran medida helenizada, puesto que “hacer aparecer al cristianismo como una continuación de la paideia griega clásica, haría que su aceptación fuese lógica para quienes poseían la antigua”[1]. No fueron pocos los cristianos que poco a poco comenzaron a estructurar doctrinas cada vez más elaboradas y con fundamentos más filosóficos, en la línea de la moralidad de la vida humana y de la perfección del hombre en función de Dios.

          Entre los exponentes más importantes, San Agustín tomó un puesto de destaque desde los primeros siglos. Plantea en primer plano el compuesto de alma y cuerpo que conforma al hombre, el cual constantemente busca saciar sus necesidades y alcanzar la felicidad. Al preguntar ¿es feliz todo el que tiene lo que desea? Responde: “si quiere lo bueno, y lo posee es feliz; si, por el contrario, desea lo malo, aunque lo obtenga, es desgraciado”*. Inherente a esta respuesta se puede ver que el concepto de virtud y bondad aparece como medida de todos los actos que se pueden considerar buenos, por tanto son el camino seguro para obtener a la plenitud de la felicidad. Sin embargo deja claro que esta no llega por medio de los bienes perecederos de la tierra ya que, sujetos a la fortuna, pueden perderse en cualquier momento. Con la respuesta a la pregunta anterior se da lugar a un aspecto negativo, ya que si se ama lo terreno, no estará preparado para la pérdida de los mismos, estando en constante temor, por lo tanto no es feliz. Con este argumento abre paso a pensar en las posesiones inmateriales, como las virtudes. “Quien intente ser feliz, debe buscar para sí bienes que siempre permanezcan y no le puedan ser arrebatados por cualquier revés de la fortuna”*, de esta manera sede lugar a otro elemento superior, sobrenatural, inmutable y eterno que es el Ser Absoluto. Con sus fundamentos racionales platónicos y sus raíces de fe en el cristianismo pone como elemento fundamental de la felicidad a la Esencia divina, al Ser creador.

 

 

rafael            La felicidad se da absolutamente en lo eterno, en la quietud, donde no se presenta movimiento ni tensión alguna. La vida temporal es movimiento permanente que muestra el dolor de no poseer el bien deseado, sin embargo, al existir algo superior, la vida cobra sentido para lograr el verdadero que es el reposo. San Agustín considera que todo embotamiento sensual o corporal, no hace más que alejar a la sabiduría del sujeto y por lo tanto la felicidad, “At nemo sapiens, nisi beatus”**. Es necesario estar bien dispuesto para llegar a lo superior. El dichoso o sabio no padece necesidad alguna. La prudencia es directamente aludida por San Agustín para dar el correcto equilibrio. En cambio por la lujuria, la ambición, la soberbia y otras pasiones del mismo género (con que los intemperantes y desventurados buscan para sí los deleites y poderío) los hombres quedan atrapados, sin poder salir de la sumisión de lo inferior ya que, ligados a estas, no llegarán al grado superior que alcanza la felicidad.

San Agustín hace una relación y un paralelo al respecto del bien y de la verdad ya que si el bien es el objeto de la voluntad, la verdad es el de la inteligencia, que en el plano del Absoluto es el mismo Dios, y por esto adquiere un lugar preeminente en la vida del sabio, el cual, más que un conocedor y poseedor de conceptos, es equilibrado y temperante y así “será sabio el que busca bien la verdad, aún sin lograrla. (…) todo hombre o es feliz o desgraciado, luego el hombre feliz lo será no sólo por la invención de la verdad, sino también por su búsqueda”[2].

            Con el recorrer de los siglos en los que iban apareciendo los primeros albores de una nueva civilización, no solo la sociedad y sus costumbres se fueron configurando con otros principios y valores, sino que mismo la forma de pensar (siendo más bien ésta la que determinó y modeló las tendencias de la humanidad) fue adquiriendo un brillo que dio su máxima expresión en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino ya que, aparte de lo innovador de su pensamiento, su discurso intelectual conjuga los elementos y las doctrinas que los grandes pensadores de la historia habían especulado a respecto de la realidad, haciendo la obra del Aquinate “de carácter eminentemente sintético, totalizador; por esto ha sido objeto, desde el primer momento, de grandes aprecios y de grandes ataques”[3].

            Así como Santo Tomás consiguió sintetizar y armonizar los conceptos más importantes, trascendentes y verdaderos de sus predecesores, no solo en la fe sino también en el conocimiento a respecto de los problemas metafísicos y ontológicos, no fue poco su aporte al dilema de la beatitud o bienaventuranza, expresión con la que él prefería llamar a la felicidad. Recoge y ubica el papel de los placeres y deleites en la felicidad; recoge en su doctrina eudaimónica el papel de la virtud iniciada por Platón y aumentada con Aristóteles, con la que favorece la primacía del intelecto (por la vida del sabio) sobre la voluntad y estas en torno y en función de un plano divino.

            El Doctor Angélico en su obra prima, la Suma Teológica, dedica un tratado entero a este importante tema, en el cual deja claro cómo la felicidad o bienaventuranza no se encuentra en las riquezas, ni en los honores, ni en la fama, ni en el poder, ni en ningún bien del cuerpo o del alma, ni en ningún bien creado, ni mucho menos en los placeres. La felicidad solo se puede encontrar en el bien universal, absoluto y eterno según lo pide la voluntad humana, ya que esta solo puede ser el bien perfecto que sacie totalmente los apetitos humanos; este bien no puede ser encontrado en nada creado, ya que lo creado participa de bondad pero no es el bien por esencia. Por tanto la felicidad únicamente puede ser encontrada en el bien existente, infinito y perfecto, que es Dios. Este Ser increado es por tanto el objeto y la causa misma de la felicidad humana, que es en esencia la consecución y el disfrute del fin último*. Así queda planteado que el fin último del hombre en cuanto esencia es la felicidad, que a su vez consiste en la posesión del fin último en cuanto objeto. En este sentido la felicidad en esta vida no puede ser perfecta, como imperfecta es la posesión del fin último, pero sí se puede tener participación de la misma, y la mejor forma de participar de la misma se encuentra en la práctica de la virtud.

[1] JAEGER, Werner. Cristianismo primitivo y paideia griega. México: Fondo de Cultura Económica, 1965.  p. 24.

* SAN AGUSTIN, De vita beata, II, 10.

* SAN AGUSTIN, De vita beata, II, 11.

** SAN AGUSTIN, De vita beata, II, 14.

[2] CALVO, Felipe. La sabiduría en San Agustín de Hipona y su actualidad.

[3] BOFILL, Jaume.  Una filosofía del ideal.  [En línea].  En: Ars Brevis. Barcelona. No. 5 (1999); p. 49. 

* S. Th. I-II, q.3,  a.1

 

 

 


O Homem enquanto ser eminentemente contemplativo

pordosolDiác. José Victorino de Andrade

 

            O homem foi criado com uma alta finalidade: a contemplação de Deus. “Para antecipar em certa medida este objectivo já nesta vida, ele deve progredir incessantemente para uma vida espiritual, uma vida de diálogo com Deus”.[1] De acordo com Corrêa de Oliveira, o homem tem necessidade de fixar a atenção sobre determinadas cenas do quotidiano, sejam elas uma paisagem, um monumento ou um teatro, entre muitas outras, extraindo as suas próprias conclusões, tirando da observação ou daquilo que os sentidos lhe indicam elações, que poderão passar pela impressão que tenha de algo ser verdadeiro ou falso, bom ou mau. Diante disto, aceita ou rejeita o que sensoriou e tira uma série de princípios. Assim sendo, ele tem diante de si criaturas que representam e refletem a Deus. Como ser profundamente comunicativo, o homem transmitirá de alguma forma as impressões que as coisas lhe causam, isto é, comunica o que lhe vai na alma, fala da abundância do coração, e isto conduz também ao serviço, pois, o homem, pela sua própria natureza, serve aquilo a que ama.[2]

            Porém o homem poderá elevar-se a um ato de louvor através da contemplação ou rejeitar esta elevação de alma e se deter na fruição egoística e circunscrita do ser que tem diante de si. Isto traz como consequência um realce da matéria e uma negação das relações daquilo com o Ser absoluto.[3] Conforme dizia Santo Irineu:

 

Não é a arte de Deus, capaz de suscitar das pedras filhos para Abraão, que é insuficiente, mas é aquele que não a segue a causa da própria perfeição falhada. De fato, não é a luz que falta devido à culpa dos que se tornaram cegos, mas quem se tornou cego permanece na obscuridade por sua culpa, enquanto a luz continua a brilhar. A luz não submete ninguém à força, nem Deus obriga ninguém a aceitar a sua arte.[4]

           

 

VICTORINO DE ANDRADE, José. A Igreja e o Verdadeiro Progresso: Sacralização e Pleno Desenvolvimento no mundo contemporâneo. 17 f. Trabalho (Mestrado em Teologia Moral) – UPB, 2009. p. 9-10.

[1] Bento XVI. Audiência Geral, Quarta-feira, 29 de Agosto de 2007

[2] Cf. Correa de Oliveira. Notas para a Conceituação da Cristandade, Década de 50. p .7. (Extraído do Original).

[3] Idem.

[4] Adversus haereses IV, 39, 3