Validez y licitud en materia sacramentaria

       baptismo     Pe. Jorge Maria Storni, EP

 

            A la autoridad eclesiástica competente le corresponde establecer los requisitos para la validez y licitud, normas éstas que deben ser obedecidas por todos los fieles y en toda la Iglesia universal. En concreto la legislación del Código de Derecho Canónico rige exclusivamente para la Iglesia latina.

            Antes de entrar en la materia propia de cada uno de los Sacramentos, el Código legisla  principios generales.

            Una primera ley invalidante es la que dispone que nadie puede ser admitido a los demás sacramentos, sin haber recibido el bautismo.[1] Los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la santísima Eucaristía están tan íntimamente ligados entre sí, y todos son necesarios para la plena iniciación cristiana.[2] Para recibir lícitamente los sacramentos del orden sagrado es necesario haber recibido previamente el sacramento de la confirmación[3]. Para el matrimonio es requerido este sacramento, se no resultar con eso grave incomodo.[4]

            Así podríamos sintetizar en general, las condiciones de validez, siguiendo a Santo Tomás, prototipo entre los teólogos de la escolástica:

 

1.         Todo sacramento es eficaz a partir de la institución divina;

2.         Si en la administración de un sacramento no se observa todo cuanto fue             determinado por Jesucristo en la institución del mismo, la acción realizada carece de eficacia y, por lo tanto, no confiere la gracia;

3.         Tal sólo por especial y extraordinario privilegio divino concedido por Jesucristo, que no ligó su poder infinito a sus criaturas, los sacramentos, puede la Iglesia alterar el signo sacramental;

4.         En la administración de un sacramento no es lícito emplear una forma distinta a la determinada por Jesucristo, aunque sus términos sinónimos expresen el mismo sentido conceptual de aquella.[5]

 

            El citado autor señala que en la concepción de Santo Tomás, Nuestro Señor Jesucristo al  instituir los sacramentos determinó de manera explícita la materia y la forma de cada uno de ellos, y que a partir de la institución divina, el efecto causal de la gracia queda vinculado a la estructura material del signo sacramental determinado en concreto en el momento de la institución. Siguiendo el principio aristotélico según el cual la forma da el ser a la cosa, resulta lógico concluir que ha de ser Jesucristo quien determine la forma de cada sacramento, y todavía más lógico negar que nadie, salva la explícita y manifiesta voluntad divina pueda alterarla.

            Según el mismo autor, Lutero se equivocó al darle a estos principios de la escolática consecuencia de una radicalidad que no encuentran fundamento en la Sagrada Escritura. Cuando en ésta no encuentra la especificación del rito, Lutero niega que se trate de un auténtico sacramento. A otras consecuencias muy distintas hubiese llegado de haber tenido presente el comportamiento pastoral seguido por los Santos Padres.[6]    

STORNI, Jorge. La misión de santificar de la Iglesia Católica y el sacramento de la reconciliación.  Mestrado em Direito Canônico — Pontifício Instituto de Direito Canônico do Rio de Janeiro, 2009. p. 7-9.
 




[1] Can. 842§1

[2] Cf. Can. 842§2

[3] Cf. Can. 1033

[4] Cf. Can. 1065§1

[5] Cf. Arnau Ramón, Tratado General de los Sacramentos, BAC, Madrid, 2003. Pág. 137

[6] Cf. Op. cit. Pág. 138

De los delitos y penas y el sacramento de la confesión

Pe. Jorge Maria Storni, EPconfissao

 

El pecado mortal puede tipificar también un delito penal sujeto a una pena, la cual puede impedirle al pecador recibir válidamente la absolución, hasta tanto la pena no haya sido levantada.

            Este tema excede evidentemente los límites de este trabajo, y materia del derecho penal canónico, y se encuentra legislado en el Libro VI del Código.

            Sin embargo, nos atrevemos a dar al respecto una sucinta explicación, dada la relevancia que el mismo tiene, especialmente para los confesores, dejando su profundización para ocasión.

            La Iglesia tiene derecho originario y propio a castigar con sanciones penales a los fieles que cometen delitos.[1] Nadie puede ser castigado, a no ser que le sea gravemente imputable la violación externa de una ley o precepto. Debe haberlos infringido deliberadamente; quien lo hizo por omisión de la debida diligencia no debe ser castigado, a no ser que la ley o precepto dispongan otra cosa. Cometida la infracción externa se presume la imputabilidad, salvo que conste lo contrario.[2]

            El levantamiento o cesación de las penas, según los delitos, puede estar reservado a la Sede Apostólica, a los ordinarios, o a los ordinarios del lugar.[3] El confesor puede remitir en el fuero interno sacramental la censura latae sententiae de excomunión y de entredicho que no haya sido declarada, si resulta duro al penitente permanecer en estado de pecado grave durante el tiempo que sea necesario para que el Superior provea. En estos casos, en confesor ha de imponer al penitente la obligación de recurrir al Superior competente, a un sacerdote que tenga esa facultad, en el plazo de un mes, bajo pena de reincidencia.[4]

            En virtud de su oficio, tienen la misma facultad, ordinaria y no delegable, el canónico penitenciario, tanto de la iglesia catedral como de una colegiata, siempre que no se trate de censuras reservadas a la Santa Sede.[5] También, como ya fue dicho, todo sacerdote aún desprovisto de la facultad para confesar,  absuelve válidamente a cualquier penitente que se encuentra en peligro de muerte, y absuelve lícitamente de toda censura y pecado, aunque se encuentre presente un sacerdote aprobado.[6]

            De lo dicho más arriba, aunque muy sintéticamente, se deduce la relevancia que tiene para el confesor conocer los delitos, y las penas que a cada uno de ellos le corresponde;  la extensión y consecuencias de cada pena; la autoridad competente para levantarlas o hacerlas cesar; los procedimientos correspondientes para ello, sea en el fuero interno o externo, y en el fuero interno sacramental.

            No son propiamente los pecados en si mismos, cuya absolución está reservada a una autoridad determinada, sino el levantamiento de las penas, pues es posible que el mismo pecado haga incurrir o no en una determinada pena, según ciertas condiciones, como por ejemplo, la edad del deficiente.

            En este sentido, no queda sujeto a ninguna pena, entre otros supuestos, quien no ha cumplido dieciséis años; o quien ignoraba sin culpa que estaba infringiendo una ley o precepto, y a la ignorancia se equipara la inadvertencia y el error.[7]

STORNI, Jorge. La misión de santificar de la Iglesia Católica y el sacramento de la reconciliación.  Mestrado em Direito Canônico — Pontifício Instituto de Direito Canônico do Rio de Janeiro, 2009. p. 20-22.


[1] Can. 1331

[2] Can. 1321

[3] Cf. Can. 1354-1356

[4] Cf. Can. 1357

[5] Can. 508

[6] Can. 976

[7] Cf. Canon 1323

LA MISIÓN DE SANTIFICAR DE LA IGLESIA CATÓLICA

“La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.”[1]menino-jesus

 

            El Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad se encarnó en el seno virginal de María, se dignó asumir la naturaleza humana padeciente, menos el pecado, para que el hombre y la mujer, heridos por la culpa original, fueran elevados a Su divinidad y reconciliados con el Padre. Para ello se ofreció en sacrificio propiciatorio y perfecto, y como único mediador y sacerdote padeció y murió en la Cruz,  y resucitó triunfando definitivamente sobre la muerte y el pecado.

            Pero no se agotó así el amor de Dios, ni podía agotarse, dado su carácter infinito. El Divino Redentor vino al mundo para salvarnos, pues quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, como nos enseña San Pablo[2], y antes de subir al Cielo fundó la Iglesia Católica, como sociedad visible, sobre la base de Pedro y del Colegio Apostólico, y en sus sucesores la hizo inmortal, para perpetuarse  a través de los tiempos y hasta el fin del mundo.

Jesús confió a la Iglesia una triple misión, triplicis muneris ipsi  Ecclesia demandati,  de gobernar, santificar y enseñar, que corresponden al triplicis muneris del propio Cristo, en cuanto rey, sacerdote y profeta. Y la dotó de los medios necesarios para la salvación y alcanzar el Reino. Y es así que puede afirmar el Código de Derecho Canónico “salute animarum quae in Ecclesia suprema lex esse debet”.[3]

Decía el Cardenal Herranz (2002):

 

Infatti, l’ecclesiologia del Vaticano II presenta la missione salvifica di Cristo legata alla sua triplice condizione di maestro, sacerdote e re, e fa apparire la struttura della Chiesa — l’ordinamento canonico — come una partecipazione sacramentale a questo triplice munus. Perciò, la «parola» di salvezza che la Chiesa custodisce e proclama, il «culto» che essa rende pubblicamente a Dio e la «exousía» o «potestà sacra» con cui la Chiesa è governata, sono tre funzioni che non si possono distinguere adeguatamente tra di loro, perché formano un’organica unità, radicata nell’unità della persona e della missione di Cristo.[4]

 

            El Concilio, a su vez, ha enriquecido la eclesiología, definiendo la Iglesia también como “comunión”, sacramento y Pueblo de Dios. La iglesia en cuanto comunión la podemos considerar como la reunión de todos los fieles cristianos que se incorporan a Cristo mediante el bautismo y se integran en el pueblo de Dios (Can. 204), encontrándose en plena comunión, en esta tierra, los bautizados que se unen por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramento y del régimen eclesiástico (Can. 205). En esta concepción la esencial misión de santificar de la Iglesia queda realzada de una manera muy especial.

 

Pe. Jorge Maria Storni

STORNI, Jorge. La misión de santificar de la Iglesia Católica y el sacramento de la reconciliación.  Mestrado em Direito Canônico — Pontifício Instituto de Direito Canônico do Rio de Janeiro, 2009.

 


[1] Jo. 1, 14

[2] Cf. 1Tim 2, 4; Tt 1, 1-3

[3] Can. 1752

[4] Herranz. Il Dirito Canonico, Perché? Lezione all’Università Cattolica di Milano. 29 aprile 2002