Orígenes: Trechos de “Contra Celso”

Orígenes in: Wikipedia

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Orígenes, tal vez, el mayor pensador de la antigüedad cristiana hasta San Agustín, estaba dotado de un agudo ingenio filosófico. Reconociendo la importancia de la filosofía para la interpretación de la Sagrada Escritura, sin embargo, para él la fuente por excelencia del saber era la propia Sagrada Escritura. Entre los filósofos que más influenciaron el pensamiento de Orígenes está, sin lugar a dudas, Platón. (Conf. Guillermo Fraile, OP, Historia de la Filosofía, Vol. II, “El Judaísmo, el Cristianismo, el Islam y la Filosofía, BAC, Madrid, 1966, Págs. 129/30)

En su libro “Contra Celso”, obra apologética en defensa de la fe cristiana contra las calumnias y mentiras de este autor pagano, el autor en diversos pasajes se vale del análisis filosófico y la razón  para refutar al escritor pagano. 

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En el Libro I, numeral 9, citando a Celso que habla de  “quien de otro modo se adhiere al primero que topa, ha de caer en todo punto de engaño” de “hombres malvados” que “abusan de la idiotez de los crédulos, y los traen y llevan donde quieren, así acontece entre los cristianos”, agregando que no quieren “ni dar ni recibir razón de lo que creen” …

A esto Orígenes responde haciendo un análisis racional, preguntándose: “¿Qué es mejor para ellos, haber creído sin buscar la razón de su fe, haber ordenado comoquiera sus costumbres movidos de su creencia sobre el castigo de los pecados y el premio de las buenas obras, o dilatar su conversión por desnuda fe hasta entregarse al examen de las razones de la fe? Es evidente que, en tal caso, fuera de unos poquísimos, la mayoría no habrían recibido lo que han recibido por haber creído sencillamente y habrían permanecido en su pésima vida.

Vemos en este corto pasaje como Orígenes utiliza argumentos racionales para demostrar que la pronta conversión a la fe, ayudó a estos paganos a cambiar sus vidas, el análisis según la razón de los principios de la propia fe vendrán posteriormente.

Más adelante en el mismo libro, numeral 11 encontramos este pasaje interesante: “…como ha demostrado mi razonamiento, hay que creer a uno solo de los que, entre griegos o bárbaros han fundado escuelas filosóficas, ¿cuánto más será razón creamos al Dios sumo y al que nos enseño que a Él sólo se debe adorar, y despreciar todo lo demás, como si no fuera, y, caso que sea, tenerlo desde luego por digno de estima pero no de adoración y culto? El que no solamente crea todas estas cosas, sino que tenga también talento para contemplarlas teórica y racionalmente, nos dirá las demostraciones que de suyo se le ocurra y las que encuentre en su tenaz inquisición. Todo lo humano pende de la fe; ¿no será, pues, más razonable creer a Dios que a los fundadores de escuelas filosóficas?

Orígenes consideraba que la filosofía era una “colaboradora” de la fe (Fraile ob.cit. pág. 130), en este pasaje podemos notar como la utiliza la razón, la lógica, para defender la fe de las calumnias de Celso.

Continuando en el Libro I, encontramos en el numeral 13 un pasaje que, en nuestro pobre entender, nos parece brillante. Celso afirma que los cristianos decían “Mala es la sabiduría de la vida; buena la necedad (o locura)”…

Orígenes refuta esta la mala fe de la cita del pagano y afirma: “…Pero hay que añadir a todo esto que, según beneplácito del Logos mismo, va mucha diferencia entre aceptar nuestros dogmas por razón y sabiduría o por desnuda fe; este sólo por accidente lo quiso el Logos, a fin de de no dejar de todo punto desamparados a los hombres, como lo pone de manifiesto Pablo, discípulo genuino de Jesús, diciendo: “Ya que el mundo no conoció, por la sabiduría,  a Dios en la sabiduría de Dios, plúgole a Dios salvar a los creyentes por la necedad de la predicación” (I Cor 1,21). Por aquí se pone evidentemente de manifiesto que debiera haberse conocido a Dios por la sabiduría de Dios; mas, como no sucedió así, plúgole a Dios, como segundo remedio, salvar a los creyentes, no simplemente por medio de la necedad, sino por la necedad en cuanto tiene por objeto la predicación. Se ve, efectivamente, al punto que predicar a Jesús como Mesías crucificado es la necedad de la predicación, como se dio bien de ello cuenta Pablo cuando dijo: “Nosotros, empero, predicamos a Jesús, Mesías crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los griegos; mas para los llamados mismos, judíos y griegos, el Cristo fuera de Dios y Sabiduría de Dios” (I Cor 1, 23-24) 

En este pasaje el autor deja claro como está en los designios de Dios, que los hombres aceptasen la fe, por la razón y la sabiduría. O sea, muestra el importantísimo papel del análisis filosófico racional de la fe para su aceptación, esto, evidentemente, como un plan secundario – por decir secundario – de Dios, ya que el género humano deberían haber conocido y aceptado a Dios por la propia sabiduría de Dios.

 Más adelante en el libro tercero, en el numeral 40 nos deparamos con otro pasaje muy interesante, en el cual Orígenes muestra la sapiencial armonía entre la fe y la razón:

         “Pues consideremos si las doctrinas de nuestra fe no están en perfecto acuerdo con las nociones universales cuando transforman a los que inteligentemente escuchan lo que se les dice. Cierto que la perversión, ayudada de una constante instrucción, puede implantar en las mentes del vulgo la idea de que las estatuas son dioses y de que merecen adoración objetos hechos de oro, plata, marfil…..; pero la razón universal pide que no se piense en absoluto ser Dios materia corruptible, ni se le dé culto al ser figurado por hombres en materias inanimadas, ora se labren “según su imagen” (Gen 1, 26), ora según ciertos símbolos del mismo.

         De ahí que (en la instrucción cristiana) se dice inmediatamente que las imágenes no son dioses (Act 19,26) y que objetos así fabricados no son comparables con el Creador; a lo que se añade algo sobre el Dios supremo que creo, conserva y gobierna todas las cosas. Y al punto el alma racional, como reconociendo lo que le es congénito, desecha lo que hasta entonces opinó eran dioses, concibe amor natural al Creador y, por este amor, acepta de buena gana al que primeramente mostró estas verdades a todas las naciones por medio de los discípulos que Él formó…

Este trecho nos enseña una admirable unión y armonía en el pensamiento de Orígenes entre la fe cristiana y la razón natural, tal vez mejor sería decir entre teología y filosofía. Es interesante su afirmación como a la “razón universal” le choca  el hecho de rendir culto a dioses hechos de materia corruptible y como naturalmente tiende a amar y venerar un Dios Creador.

 El alma que se guía  por la razón encuentra muy natural, casi diría connatural, cuando se enfrenta con la doctrina cristiana que le  enseña que las imágenes no son dioses y se vuelca, como que instintivamente a la idea de un Dios supremo que creó todas las cosas, las sustenta y gobierna con su providencia. El alma racional por este proceso, tiene un movimiento doble, en primer lugar, rechaza inmediatamente lo que se le presentó como si fuesen dioses; y seguidamente concibe un amor natural al Creador y por este amor, acepta las verdades de la fe.

         Por lo tanto, según Orígenes, la razón, la filosofía, tiene un papel importantísimo en la predicación y aceptación de la fe.

         Continuando en el libro III, en el número 54 nos deparamos con otro pasaje interesante.

         Polemizando con Celso, Orígenes dice: “…Yo diría también contra el razonamiento de Celso lo que sigue: ¿Es que los filósofos nos invitan también a que los oigan los muchachos? ¿Es que no exhortan a los jóvenes a que salgan de su vida pésima y aspiren a cosas mejores? ¿Por qué no han de querer que los esclavos profesen la filosofía? ¿Vamos a acusar nosotros a los filósofos de que los exhorten a la virtud, como hizo

 Pitágoras con Zamolxis, y Zenón con Persao y los que recientemente, incitaron a Epicteto a profesar la filosofía? ¿O es que a vosotros, ¡oh griegos! Os es lícito llamar a la filosofía a muchachos y esclavos y gentes ignorantes: mas si nosotros hacemos lo mismo, no obramos por amor a nuestros semejantes?¡Y es así que nosotros queremos curar con la medicina de la razón a toda la naturaleza racional y unirla al Dios creador de todas las cosas!….”

         Una vez más Orígenes en su polémica con Celso se vuelve para la razón natural como un elemento fundamental para restaurar a “toda la naturaleza racional” y al mismo tiempo unirla a Dios Nuestro Señor. Es muy agradable ver en este autor como la fe y la razón van de la mano.

Leyendo el libro IV de “Contra Celso” encontramos otro pasaje muy interesante, en el cual Orígenes acusa a Celso de deshonrar al ser racional, para no alargar demasiado este trabajo, nos ceñiremos al último párrafo en donde dice: “Por lo demás, como quiera que fuere, el animal racional no puede razonablemente compararse con gusanos desde el momento que tiene disposición para la virtud (…)

Ni siquiera los hombres en general son comparados con Dios. Por que la razón (logos) que procede del Logos que está en Dios (Io 1,1) no nos permite considerar el animal racional como totalmente ajeno a Dios; ni tampoco los que entre cristianos y judíos con malos – y que a la verdad no son ni cristianos ni judíos – pueden compararse con más razón con otros malos con gusanos que se revuelcan en un rincón de un barrizal. Si, pues la naturaleza de la razón no permite aceptar eso, es evidente que no podemos insultar a la naturaleza humana, creada para la virtud aún cuando peque por ignorancia, ni compararla con parejos animales”.

 En el libro VI nos tropezamos con otro pasaje brillante del autor. En el numeral 3, aquí se refiere a Platón, por quien el autor tiene una gran simpatía:

         “Platón(…) defina en una de sus cartas el bien sumo diciendo: “El bien primero no es en modo alguno decible, sino, que por la mucha familiaridad, viene a estar en nosotros y súbitamente, como de chispa que salta se torna luz encendida en el alma” (Palt., Epist. VII, 341 c) Continua Orígenes: “también nosotros, al oír esto, lo aceptamos como cosa bien dicha, pues esto y cuanto bien se dice Dios lo ha manifestado. Por eso justamente afirmamos que quienes han conocido la verdad acerca de Dios y no practicaron la religión digna de esa verdad, merecen el castigo de los pecadores. Y es así que dice literalmente San Pablo: “La ira de Dios se revela desde el Cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres  que suprimen la verdad por la iniquidad (…) (Rom 1, 18 23). Y sigue Orígenes:  “Ahora bien, también suprimen la verdad, como lo atestigua nuestra doctrina, los que piensan que el bien primero no es en manera alguna decible y afirman que, “gracias a la mucha familiaridad o trato con la cosa misma y a fuerza de convivencia, súbitamente, como de chispa que salta, se torna la luz encendida en el alma y a si mismo se nutre”.

         Con mucho genio el autor glosando a Platón comenta que los que tuvieron esa “chispa” en el alma, conocieron a Dios, pero no practicaron su religión merecen el castigo de los pecadores, por esa incoherencia entre lo que vieron, conocieron y lo que practicaron. Más adelante en el numeral 4, se extiende más sobre el tema y afirma: “Contemplaron, cierto, lo invisible de Dios y las ideas por la creación del mundo y las cosas sensibles, de las que se remontaron al mundo inteligible; vieron de manera no poco noble su eterno poder y divinidad; mas  no por eso dejaron de desvanecerse en sus razonamientos, y su corazón insensato se revolcó entre tinieblas e ignorancia en el culto de Dios. Y es de ver como los que alardean de su propia sabiduría y de la ciencia de Dios, se postran ante la semejanza de una imagen (….) y a veces como los egipcios se rebajan a los volátiles,, cuadrúpedos y reptiles…

       Todavía en el libro VI encontramos un pasaje muy clarificador, Orígenes, en su polémica con Celso, establece una diferencia entre el Platonismo y el Cristianismo. Aquí se muestro con mucho brillo la argucia filosófica del Padre de la Iglesia.

         “Luego ensarta  Celso por su cuenta cosas (…) que ningún cristiano que tenga inteligencia concede. Por que nadie de nosotros concede que “Dios participe de figura o color”. Ni tampoco participa de movimiento (…) y tampoco participa Dios de la sustancia (o esencia ousía), pues Él es participado por quienes tienen el espíritu de Dios. Por el mismo caso nuestro Salvador participa de la justicia, siendo que Él es la Justicia misma, de Él participan los justos.

         “Por lo demás, mucho – y difícil de entender – habría que decir acerca de la sustancia, señaladamente si tratáramos de la sustancia propiamente dicha, que es inmóvil e incorpórea. Habría que inquirir si Dios “por su categoría y poder trasciende toda sustancia” (Plat. 509b; cf. Infra VII 38).  El que hace participar en la sustancia a la que participan  según su Logos, y al mismo Logos; o si también el Él es sustancia, a pesar de que se dice de Él ser  invisible en la palabra de la Escritura, que se dice sobre el Salvador: El cual es imagen del Dios invisible (Col 1,15) (…) la voz invisible quiere decir incorpóreo. Habría igualmente que investigar si el Unigénito y Primogénito de la creación debe decirse ser la sustancia de las sustancias y la idea de las ideas y el principio; pero que Dios, Padre suyo, trasciende todos estos conceptos”.

       Saltando al libro VII encontramos un trecho muy interesante en el que se ve como Orígenes admira a Platón: “seguidamente nos remite a Platón, como a más eficaz maestro de teología, y cita el  texto de Timeo que dice así. “”Ahora bien, el hacedor y padre de todo este mundo obra es de trabajo encontrarlo e imposible que, quien lo encontrare  lo manifieste a todos” (Plat., Tim, 28c) (…) Magnifico y no despreciable es el texto citado de Platón; pero de ver es si no se muestra más amante de los hombres la palabra divina al introducir al Logos, que estaba al principio en Dios, Dios Logos hecho carne, a fin de que pudiera llegar a todos ese mismo Logos que Platón dice ser imposible que quien lo encontrare lo manifieste a todos. (…) Nosotros, empero, afirmamos que la naturaleza humana no es en manera alguna suficiente para buscar a Dios y hallarlo en su puro ser, de nos ser ayudada por el mismo que es objeto de la búsqueda. Es, empero, hallado por lo que después de hacer cuanto está en su mano, confiesan que necesitan de ayuda; y se manifiesta a los que cree razonable manifestarse, en la medida que un hombre puede naturalmente conocer a Dios y alcanzar un alma humana que mora aún en el cuerpo.”

         Nos parece que el análisis de Orígenes a estos párrafos de Platón muestra una sutil armonía entre fe, teología y razón. Afirma con mucha maestría que el hombre puede llegar por el conocimiento natural, racional  a Dios, pero la razón no es suficiente para un total – por así decir – de Dios, y éste “se manifiesta a los que cree razonable manifestarse”.

THELOS DE LA FELICIDAD ANTIFILOSÓFICA

Pe. Juan Francisco Ovalle Pinzón, EPdesanimo

La humanidad ha enfrentado un drástico cambio en pocas décadas donde muchos factores que hacían parte de la vida humana y de su formación integral, sobre todo elementos morales y cognoscitivos, han sufrido una inversión de valores que hacen de la actualidad una fase delicada de la historia de la humanidad. La inversión en el valor moral de los actos humanos no es un simple hecho que se da por casualidad, sino que es fruto de un proceso que la humanidad viene arrastrando a sus espaldas por causa de una inversión más  profunda en cuanto a su misma naturaleza que es la inversión del orden de las potencias del alma humana (inteligencia, voluntad y sensibilidad), en la cual los sentidos pasan a ocupar el papel que debería tener la razón para dirigir sus actos, para causar así inestabilidad en la misma constitución humana y en sus principios pues, así como decía Paul Bourget, “cumple vivir como se piensa, bajo pena de, más temprano o más tarde, acabar por pensar como se vivió”[1].

La humanidad a lo largo de la historia fue explicitando de una u otra manera su posición filosófica y metafísica frente a la vida y la realidad misma, unos más acertados que otros, pero que de todas formas dejaba entrever su aspiración y sus anhelos por llegar a un nivel intelectual que complementara su vida en todas las dimensiones posibles del ser, es decir, que su vida intelectual y sus ideas fuesen de una u otra forma modelando las características propias de su personalidad y de sus actos, llevando a tener de esta manera un deleite y la satisfacción de haber alcanzado un grado más de perfección en el ámbito cognoscitivo y por ende, una perfección ontológica en el ser humano; cosas éstas que caracterizaron al hombre de otrora y que hoy por hoy es difícil encontrar. Es un cambio marcado por “la aversión al esfuerzo intelectual, en especial a la abstracción, a la teorización, al pensamiento doctrinario, [que] sólo puede inducir, en último análisis, a una hipertrofia del papel de los sentidos y de la imaginación”[2].

Ya dentro del siglo XX, surge en el mundo de manera visible, nuevos aspectos de la felicidad, siempre presentes pero nunca antes vistos; elementos como el consumismo, la necesidad de la belleza física perfecta o la obtención de fama y dinero, reemplazaron el concepto de felicidad que se conseguía solo con el conocimiento pleno de las artes, las letras, la filosofía y en última instancia en el Absoluto que es Dios. 

Actualmente es posible apreciar el olvido de que ha sido objeto el quehacer filosófico, ya que existe una falsa idea de que el verdadero éxito radica en la vida material abundante, sin embargo los que pregonan tal éxito se olvidan de que el hombre tiene por superior aquello que no es material y que la misma felicidad que todo hombre busca y anhela se encuentra definitivamente no en lo corruptible o lo perecedero, sino en aquello que permanece para siempre; por consiguiente es claro que en el caso del hombre, la felicidad no es material, puesto que todo eso muere o termina, por lo tanto, queda lo que en el hombre nunca muere, es decir, su alma.

Sin embargo, Lipovetsky muestra la transformación de los valores de la sociedad actual, bajo la idea de una revolución individualista que en el siglo XX llega a su segunda etapa llamada personalización; implica un cambio de costumbres y hábitos donde los valores individuales tienden más a la introspección y a la preocupación por uno mismo y la producción de placer. El autor nombra a Narciso como la figura del posmodernismo el cual se desenvuelve en un mundo marcado por “la burocracia, la proliferación de las imágenes, las ideologías terapéuticas, el culto al consumo, las transformaciones de la familia y la educación permisiva junto con unas relaciones sociales cada vez más crueles y conflictivas”[3]. El distanciamiento del modelo trascendente marca el proceso de secularización actual. En la actualidad estamos en la época del post-deber. “Esta fase consiste en que se eliminan todos los valores referidos a actos sacrificales. Lo fundamental en este ciclo es el logro del bienestar y de los derechos de la subjetividad”[4].  Lo anterior sin embargo podría desembocar en un nihilismo atroz, de esta forma la felicidad se convierte en un fin terreno alcanzable con la facilidad que una tarjeta de crédito lograría comprar.

Existe una clara intensión, de parte del autor, de establecer una relación entre la religión y el consumo, una especie de sustitución por parte de esta última sobre la primera, donde el hombre posmoderno ha encontrado el alimento espiritual en la rutina del consumo.

El mundo actual está lleno de símbolos que muestran que el ideal a perseguir de todos los hombres es algo accesible según el presupuesto que se tenga, la belleza física, la posesión de bienes, o títulos universitarios, la extravagancia de la moda, en fin todo lo que pueda caber en una tarjeta de crédito es la medida de la felicidad de las personas del mundo posmoderno; aparentemente no necesita  pensar en una felicidad sobrenatural, porque ha encontrado en el placer y el lujo terrenal lo necesario para sentirse feliz.

La idea de Dios ha muerto, parece estar más vigente ahora que en la época de Nietzsche; antes se podía ver claramente que el concepto de moral cristiana era el que marcaba las pautas del comportamiento de los hombres, y no solo en la edad media, sino que también llegó a la modernidad e incluso a gran parte de la contemporaneidad. Sin embargo pareciese que el avance de los medios de comunicación, los cuales nos muestran una sociedad globalizada, ha estandarizado el ideal de hombre, en uno que sea acorde al que aparece en la publicidad. Se puede pensar que ese estándar busca “construir” el famoso súper hombre, quien libre de toda atadura sobrenatural construye su mundo a partir de la voluntad de vivir.  La felicidad es un concepto conocido por aquellos que quieran vender un producto, ya que este sea cual sea, podría convertirse en un paso más cercano para alcanzar dicho ideal.

Lipovetsky, ve en el proceso de personalización la creación de una sociedad basada en la información y la estimulación de las necesidades personales las cuales se ven representadas en una menor represión por parte de las instituciones sociales (como la Iglesia o la escuela) y la mayor cantidad de comprensión, con esto el uso de la libertad se convierte en la bandera con la que el hombre comienza la búsqueda de la felicidad o el bienestar en la época contemporánea. “Lo que desaparece es esa imagen rigorista de la libertad, dando paso a nuevos valores que apuntan al libre despliegue de la personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las peticiones singulares, la modelación de las instituciones en base a las aspiraciones de los individuos”[5].

El concepto de felicidad tan abordado por muchos ha ido “evolucionando” a lo largo de la historia, especialmente de la idea medieval que Santo Tomás brindaba del mismo; el llegar a contemplar la Esencia divina ya no es tan importante como ver la belleza cara a cara en el espejo (entre otras muchas cosas). Las tendencias consumistas, la globalización y el impulso de los medios masivos de comunicación representan el interés más próximo en las filosofías contemporáneas, ya que son estos los que configuran la noción de ser y persona. Dentro de una sociedad de consumo el concepto de felicidad se ve marcado por un ideal de hombre físicamente perfecto que lo tiene todo, representado a nivel material, pero desde un nivel intelectual es todo lo contrario en el que las más altas potencias del alma humana se ven rebajadas; como decía el catedrático de metafísica de la universidad de Barcelona del siglo pasado Jaume Bofill, es un mundo en el que:

El pensamiento de los hombres (…) se encuentra sumido en la irreflexión y la ligereza. Existe una completa inseguridad en los principios. La ciencia misma va penetrándose de agnosticismo y pierde la confianza en la razón; por todas partes campea el egoísmo humano, por todas partes dominan las pasiones, no el pensamiento. No tenemos tiempo para pensar, para reflexionar; esta palabra, “reflexión”, supone para nosotros no una liberación, sino una nueva tortura. Esto termina, en última instancia, con la negación de la dignidad de la persona humana[6].

Se ve entonces que el hombre de la actualidad, abandonando el recto orden de sus facultades, despreciando la capacidad de su intelecto para dirigir y gobernar su vida y pasar a vivir sólo de lo pragmático e inmediato, causó en la humanidad la pérdida del rumbo hacia el verdadero fin de su existencia y el trastorno de su felicidad, pues aquel Bien inteligible que él debería discernir por su razón y al cual debería dirigir su voluntad es cambiado por aquel bien deleitable que perciben sus sentidos. Es una sociedad en la que la felicidad no es razonable, así como no son importantes los principios éticos y trascendentes de la vida humana y en la que, a manera de un neo-hedonismo, los deseos y deleites pasajeros que suscitan los instintos del cuerpo humano pasan a ser el elemento que determine la felicidad.

OVALLE PINZÓN,  Juan Francisco. Felicidad: ¿un ideal posible o una utopia inalcanzable? Universidad Pontificia Bolivariana: Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades. Maestría en Filosofía. Medellín, 2009. P. 28-32.


[1] BOURGET, Paul.  Le Démon du Midi.  Paris: Librairie Plon, 1914. p. 233

[2] CORREA DE OLIVEIRA, Plinio.  Revolución y contra-revolución. Bogotá: SCDTFP, 1992. p.134

[3] LIPOVETSKY, Gilles.  La era del vacío. Barcelona: Anagrama, 1987.  p. 46.

[4] TÁMES, Enrique. Lipovetsky: del vacío a la hipermodernidad. [En línea]. En: Tiempo Cariátide. p. 50.  <Disponible en: http://www.uam.mx/difusion/casadel tiempo/01_oct_nov_ 2007/casa_del_tiempo_eIV_num01_47_51.pdf>. [Consulta: 5 Mar., 2009]

[5] LIPOVETSKY, Op., Cit.,  p. 7.

[6] BOFILL, Op. Cit.,  p. 52.

El egoísmo, el amor propio y el amor al prójimo

Pe. Aumir Scomparin, EP

desanimoNada hay más contrario a la verdadera amistad que el egoísmo y el amor propio deformado.

El amor egoísta usa al otro como instrumento de placer y por eso es completamente ilícito. “No es amor, sino egoísmo repugnante. […]. A trueque de obtener un placer, no se vacila en asesinarle el alma. ¡Y ello en nombre del amor! ¡Qué burla y que sarcasmo! ¡Hay de los que tal hacen!”[1].

  • Diferencias entre la amistad con uno mismo y el amor propio desarreglado:

Debemos en primer lugar distinguir entre la amistad para con nosotros mismos y el amor propio desarreglado.

La amistad para con uno mismo:

Es indudable que para nosotros mismos, queremos el bien, nos deseamos una larga vida, y que esa vida sea dichosa y somos simpáticos para con nosotros. Estas son características de la amistad.

Lo contrario de la amistad para con uno mismo es la injusticia. Pero parecería que no podemos ser injustos con nosotros mismos pues para que esto ocurra es necesario que existan dos personas, la que hace la injusticia y la que la sufre. Pero somos una unidad. Sin embargo, comprobamos que en la realidad esto ocurre. Lo que acontece es que nuestra alma está dividida, pues la razón y las pasiones quieren cosas diferentes, así siendo, una querrá prevalecer contra la otra provocando una injusticia si la que prevalece es la errada. Así vemos que en esta división del alma no existe paz interior y por eso no hay amistad consigo mismo. Si las pasiones y la razón entrasen en armonía, no habría posibilidad de ser injustos consigo mismo y se daría el equilibrio necesario para lograr la amistad.

Aristóteles afirma que cuando queremos expresar a uno de nuestros amigos que él es nuestro íntimo, le decimos: “mi alma y la tuya no forman más que una”.  Esto sólo puede ser logrado por el hombre virtuoso, porque “sólo en él las diversas partes del alma están de acuerdo y no se dividen, mientras que el hombre malo jamás es amigo de sí mismo, y sin cesar se, combate a si propio”[2].

El amor propio desarreglado:

El amor propio es contrario a la amistad pues se interesa en la contienda. No admite el diálogo, pues se obstina en sus opiniones, exagera y abulta lo que le favorece y, lo que no, se disminuye, se desfigura u oculta. El amor propio no apenas se cierra al diálogo, sino que, antes de inducir a otros al error, se engaña repetidas veces a sí mismo, encastillándose con todas las razones que lo favorecen. Cuando se intenta explicar que está equivocado, se acalora y parece decirse a sí mismo: “este es tu puesto, es preciso defenderle; vale más morir con gloria que vivir con ignominiosa cobardía”[3]. Esto que nos explica Balmes en el siglo XIX, ¿no es lo que vemos todos los días en esta sociedad posmoderna? ¿Quién quiere ser amigo de alguien que se encasilla en sus propias opiniones y se cierra al diálogo fecundo?

Para intentar un diálogo con una persona tomada por el amor propio, es necesario primero separar con cuidado la causa de la verdad de la causa del amor propio, es importante persuadirle que cediendo no perderá en nada su reputación. Este tipo de persona es muy difícil de trato y buscar amistad con él es casi imposible. Es tarea de un buen educador, enseñar a sus alumnos a no ser obstinados en sus opiniones, a ser virtuosos, evitando así caer en el amor propio, y a saber cómo dialogar con aquella persona que se acalora por estar llena de amor propio.

Este defecto intelectual suele nacer de una causa moral. Cuando reflexionamos sobre la causa de este desequilibrio en los días de hoy, vemos que su origen es más del corazón que de la cabeza. Balmes, Jaume (1857, p.176) describe a este tipo de hombre diciendo: “estos hombres suelen ser extremadamente vanos; un amor propio mal entendido les inspira el deseo de singularizarse en todo, y al fin llegan a contraer un hábito de apartarse de lo que piensan y dicen los demás; esto es, de ponerse en contradicción con el sentido común”[4].

Defecto opuesto a ese desequilibrio, de la vanidad y del amor propio mal entendido, se encuentra en el concepto de masa, tan opuesto al de pueblo. La despersonalización de un sector ponderable de la población en la posmodernidad, es alarmante, y puede ser fácilmente manipulada por egoístas e inescrupulosos, que por no amar a su prójimo, por no tener amistad con su pueblo, trabajen por su exclusivo interés sin importarse con los demás. La esencia de la amistad se da en el pueblo, y no en la masa, pues cada individuo debe transmitir a su amigo su interioridad y desea hacerle el bien. No es de extrañar que por un instinto de sociabilidad mal entendido lleve a un grupo de los jóvenes de hoy a aceptar, sin analizar primero si eso es o no correcto, lo que la mayoría impone. Eso extendido a una nación, puede dar en consecuencias desastrosas. Pío XII hace muy acertadamente la diferencia que existe entre masa y pueblo:

Pueblo y multitud amorfa o, corno se suele decir, «masa» son dos conceptos diversos. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es por sí misma inerte, y no puede recibir movimiento sino de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que la componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y a su manera— es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus convicciones propias. La masa, por el contrario, espera el impulso de fuera, juguete fácil en las manos de un cualquiera que explota sus instintos o impresiones, dispuesta a seguir, cada vez una, hoy esta, mañana aquella otra bandera. De la exuberancia de vida de un pueblo verdadero, la vida se difunde abundante y rica en el Estado y en todos sus órganos, infundiendo en ellos con vigor, que se renueva incesantemente, la conciencia de la propia responsabilidad, el verdadero sentimiento del bien común. De la fuerza elemental de la masa, hábilmente manejada y usada, puede también servirse el Estado: en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos agrupados artificialmente por tendencias egoístas, puede el mismo Estado, con el apoyo de la masa reducida a no ser más que una simple maquina, imponer su arbitrio a la parte mejor del verdadero pueblo: así el interés común queda gravemente herido y por mucho tiempo, y la herida es muchas veces difícilmente curable. […]

Como antítesis de este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad en un pueblo gobernado por manos honestas y próvidas, ¡que espectáculo presenta un Estado democrático dejado al arbitrio de la masa! La libertad, de deber moral de la persona se transforma en pretensión tiránica de desahogar libremente los impulsos y apetitos humanos con daño de los demás[5].

Como vemos, la falta de verdadera amistad en aquellos que manipulan las masas, los hace actuar en perjuicio del prójimo en lugar de querer para ellos el bien. Esto es lo contrario que existía en la Edad Media, donde el soberano era un padre para su pueblo, y el concepto de familia patriarcal se extendía a esa gran familia que es la nación.

Además, el desequilibrio en el amor propio lleva a la persona a aislarse de los demás y de sus opiniones, no tiene empatía con los que lo rodean y al actuar contradictoriamente al sentido común perjudica a su entorno social y puede inducir al error a personas más simples.

Para complemento del tema sobre el amor propio, consideraremos, desde el punto de vista filosófico-teológico, el pensamiento de Garrigou-Lagrange[6]. Él afirma que, implícita y realmente, acabamos buscando demasiadamente nuestro propio interés. Por consiguiente, el amor de sí mismo se vuelve, poco a poco, desordenado; es esto una secuela del pecado original. Por eso, el amor propio desordenado puede, lentamente, instaurar el desorden en casi todos nuestros actos, incluso en los más altos, si no los hacemos por Dios, como deberíamos, sino por la satisfacción de nuestro apetito natural y, así, paulatinamente, nuestra vida interior es viciada y se impide la vida de Cristo en nosotros.

Muchos cultivan en sí mismos no el amor de Dios, sino una excesiva estima de sí mismos, de sus cualidades, procurando la alabanza de los otros; no ven sus propios defectos sino que, al contrario, exageran los defectos de los otros, son, a veces, severísimos con los demás y extremamente indulgentes consigo mismos. Este amor desordenado genera la vanidad y los pecados capitales: la soberbia, la avaricia, pereza, gula, impureza, envidia e ira.

El amor de Dios impele a la generosidad, a tender verdadera y prácticamente a la perfección; el amor desordenado de sí mismo tiende a evitar los incómodos, la abnegación, el trabajo, las fatigas. Otra de las consecuencias, es no querer dar, sino apenas recibir; como si el hombre fuese el centro del universo, todo atrayendo a sí mismo. Finalmente, este tipo de amor tiende a destruir el amor de Dios y del prójimo en nuestra alma. Así, vemos como el amor propio se apoya en el egoísmo.

  • El egoísmo:

El egoísmo proviene de la vanidad y de la soberbia. El daño principal que causa a la persona egoísta está en que se aja su reputación y expulsan de su convivencia a los que lo rodean porque lo único que sabe hablar es de sí mismo. Jaume Balmes lo expresa con estas palabras:

¡Cuántas reputaciones se ajan, cuando no se destruyen, por la miserable vanidad! ¡Cómo se disipa la ilusión que inspirara un gran nombre si al acercársele os encontráis con una persona que sólo habla de sí misma! ¡Cuántos hombre, por otra parte recomendabilísimos, se deslustran, y hasta se hacen objeto de burla, por un tono de superioridad, que choca e irrita, o atrae los envenenados dardos de la Sátira! ¡Cuántos se empeñan en negocios funestos, dan pasos desastrosos, se desacreditan o se pierden, sólo por haberse entregado a su propio pensamiento de una manera exclusiva, sin dar ninguna importancia a los consejos, a las reflexiones o indicaciones de los que veían más claro, pero que tenían la desgracia de ser mirados de arriba abajo, a una distancia inmensa, por ese dios mentido que habita allá en el fantástico empíreo fabricado por su vanidad, no se dignaba descender a la ínfima región donde mora el vulgo de los modestos mortales! [7].

Tanto el vanidoso como el soberbio demuestran en sus gestos su petulancia: su frente altiva y desafiante, su mirada imperiosa exigiendo sumisión y acatamiento, en sus labios asoma el desdén hacia aquellos que lo rodean, en su fisonomía, en sus gestos y modales, revela la exagerada complacencia en sí mismo. Asume una excesiva compostura como si no quisiese derramarse.

El egoísta no permite diálogo a no ser que lo lisonjeen, por eso es casi imposible trabar una verdadera amistad con él, pues sólo piensa en sí, en sus beneficios y no le interesa quien quede perjudicado siempre que él logre sus objetivos. Es completamente cerrado al diálogo e interrumpe al que quiere hablar. Cuando se cansa de hablar y otro interviene, no presta atención en lo que dice y lo interrumpe en cualquier momento. Así nos dice Jaume Balmes (1857, p.179):

Toma la palabra, resignaos a callar. ¿Replicáis? No escucha vuestras réplicas y sigue su camino. ¿Insistís otra vez? El mismo desdén, acompañado de una mirada que exige atención e impone silencio. Está fatigado de hablar, y descansa; entretanto, aprovecháis la ocasión de exponer lo que intentabais hace largo rato; ¡vanos esfuerzos!; el semidiós no se digna prestaros atención, os interrumpe cuando se le antoja, dirigiendo a otros la palabra, si es que no estaba absorto en sus profundas meditaciones, arqueando las cejas y preparándose a desplegar nuevamente sus labios con la majestuosa solemnidad de un oráculo[8].

El egoísta, como dijimos, sólo admite un único diálogo, es cuando lo elogian, pues se siente que le están dando su debido valor. Nunca rechaza la lisonja y deja que el orgullo le ciegue, haciendo el ridículo y, debido a la excesiva confianza en sí mismo, se extravía. Su egoísmo lo lleva a buscar el goce de todo, especialmente de sí mismo, exagerando en el amor propio hasta el punto de la egolatría. Así lo describe Jaume Balmes (1857, p.180):

En llegando a la edad de los negocios, cuando ocupa ya en la sociedad una posición independiente, cuando ha adquirido cierta reputación merecida o inmerecida, cuando se ve rodeado de consideración, cuando ya tiene inferiores, las lisonjas se multiplican y agrandan, los amigos son menos francos y menos sinceros, y el hombre abandonado a la vanidad que dejó desarrollarse en su corazón sigue cada día con más ceguedad el peligroso sendero, hundiéndose más y más en ese ensimismamiento, en ese goce de sí mismo, en que el amor propio se exagera hasta un punto lamentable, degenerando, por decirlo así, en egolatría[9].

Un problema que podemos levantar es si el hombre virtuoso puede, en algún aspecto, ser egoísta.  Pero, ¿qué es ser egoísta?

Según Aristóteles, egoísta es la persona que hace todo en función de sí mimo, procurando todo lo que le sea útil o placentero. Eso es exactamente lo que hace el hombre malo. Por una inclinación natural, todo hombre se precipita hacia el bien que desea, y todos piensan que esos bienes le tocan en primer lugar. Eso se da sobre todo cuando se trata de riqueza o poder. El hombre malo no tiene motivos para amarse a sí mismo porque no puede amarse como una cosa buena, pero “se ama a sí mismo en cuanto él es él”[10] y nada más. Queda así conformado el cuadro de un perfecto egoísta.

Por el contrario, el hombre de bien no puede ser egoísta, pues se preocupa por el bien de los demás. Por eso se aleja de los bienes superfluos, aquellos que son útiles y agradables como la riqueza y el poder, pues considera que otro puede usarlos con mayor provecho, pero se empeña en ganar los bienes de la virtud y de las bellas acciones. Sin embargo, “será, pues, egoísta guardando exclusivamente para sí todos los actos de virtud”[11].

El hombre de bien, porque ama a su amigo desinteresadamente, lo amará más que a sí mismo y cederá “a su amigo los bienes vulgares, guardará para sí la belleza y la bondad”[12]. Así, se puede decir que en cierto sentido, el hombre de bien se ama más a sí mismo. Entretanto, él amará mucho más el bien que a sí mismo. Él se ama porque se siente que es bueno.

4.5. El amor al prójimo

Lo contrario al egoísmo es el amor al prójimo. Las diversas amistades entre los hombres se diferencian según el bien que recíprocamente quieren unos para con los otros. La amistad nace de la caridad que sienten los hombres por saberse copartícipes de la bienaventuranza divina[13]. Esta amistad respeta y asume las otras formas de amistades humanas[14], pero añadiendo este nuevo vínculo amistoso de la coparticipación. No se ama al prójimo como medio de nuestro deseo de Dios, sino como copartícipe en el don que Dios hace de sí mismo, de su vida y bienaventuranza a los hombres.

Si en los días de hoy se amase al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios, la sociedad sería de un trato mucho más ameno y habría bienquerencia entre los hombres. La caridad tiene dos actos, el primero es que amamos a Dios en sí mismo, amamos su gloria. Una sociedad que olvide a Dios es una sociedad condenada al egoísmo, por eso San Agustín afirma que sólo existen dos amores: “el amor a sí mismo hasta el olvido de Dios hizo la ciudad terrestre; el amor a Dios hasta el olvido de sí mismo hizo la ciudad celeste”*, el amor de Dios llevado hasta el olvido de sí mismo y el amor a sí mismo llevado hasta el olvido de Dios. El segundo aspecto de la caridad es que nos amamos en Dios en cuanto queremos gozar de su gloria[15], y con esta clase de amor amamos al prójimo. Si esto se llevase hasta las últimas consecuencias, como era en la Edad Media, ¿no sería una solución para el mundo en que vivimos?

SCOMPARIN, Aumir. LA AMISTAD. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades. Licenciatura Canónica en Filosofía. Medellín, 2009. p. 100-109.


[1] ROYO MARIN, Antonio. La caridad. (Esquema para sermones). San Pablo: Heraldos del Evangelio. Editorial n/p no publicado (sólo para circulación interna de los Heraldos, textos manuscritos dados por el autor y compilados por un Heraldo], 2006. p.12. 

[2] ARISTÓTELES, La gran moral, Cap. II. p. 97.

[3] BALMES, Jaume. El criterio.  4a. ed. Barcelona: Antonio Brusi, 1857, Cap. XIV, Ítem VII. p. 97.

[4] Ibid., p. 176.  Cap. XXII, Ítem XII.

[5] Pío XII. Radio-mensaje de navidad el 24 de diciembre de 1944.  [En línea]. <Disponible en: http://www.vatican.va/holy_father/pius_xii/speeches/1944/documents/hf_p-xii_spe_19441224 _natale_sp.html> [Consulta: 13 Dic., 2008].

[6] GARRIGOU-LAGRANGE, Reginald. O amor próprio: ou o maior impedimento à vida de Cristo em nós. [Em lihna]. <Dispon´vel em: http://www.permanencia.org.br/revista/teologia/ garrigou25.htm> [Consulta: 13 Dic., 2008]. (Traducción propia).

[7] BALMES, El criterio, Op. Cit., p. 178-180. Cap. XXII, Ítem XIV. p.178-180.

[8] Ibid., p. 179.  Cap. XXII, Ítem XIV.

[9] Ibid., p. 180.

[10] ARISTÓTELES, La gran moral, Op. Cit., L. II, cap. 16.

[11] Ibid., p. 100.  L. II, cap. 15.

[12] Ibid., p. 101.  L. II, cap. 16,

[13] AQUINO, Tomás de, Op. Cit., 2ª 2ª q.23, a.3.

[14] Ibid., 2ª 2ª q.26, a.7.

* Cfr: SAN AGUSTIN., De Civ. Dei, XIV, 28.

[15] AQUINO, Tomás de, Op. Cit. 2ª 2ª q.83,  a.9.

¿QUÉ ES LA AMISTAD?

Pe. Aumir Scomparin, EP

joao-boscoLos griegos usaron una variedad de maneras de referirse al amor y a la amistad, que no se reducen apenas a la oposición entre eros y agapè.

También existe una variedad de vocablos latinos para referirse a estos conceptos. En particular, Santo Tomás analiza y contrapone el sentido de cuatro términos: amor, dilección, caridad y amistad.

a) Amor: significa querer el bien para alguien, para sí o para otro[1].

b) Dilección: viene del latín (ex electione), e implica un juicio discriminatorio y preferencial electivo[2].

c) Caridad: proviene del vocablo latino “carus”, que designa lo que es caro, noble o valioso. Tiene como objeto las realidades que estimamos mucho, y por las cuales estamos dispuestos a pagar un precio elevado[3].

Para Garrigou-Lagrange “la caridad es la verdadera amistad sobrenatural que nos une a Dios”[4].

Esto ocurre, como dice Jaume Balmes, porque: “el amor ha de tener algún objeto: éste es el ser; no se ama a la nada: cuando pues hay el ser por esencia, el ser infinito, hay el objeto más digno de amor”[5].

d) Amistad: en la Biblia, “la amistad es considerada como la forma perfecta del amor gratuito, caracterizada por la participación y por la solidaridad incondicional”[6].

En Eclo 6,14-17 se describe al amigo fiel diciendo:

El amigo fiel es una defensa poderosa; quien le haya, ha hallado un tesoro. Nada hay comparable con el amigo fiel; ni hay peso de oro ni plata que sea digno de ponerse en balanza con la sinceridad de su fe. Bálsamo de vida y de inmortalidad es un fiel amigo; y aquellos que temen al Señor le encontrarán. Quien teme a Dios logrará igualmente tener buenos amigos; porque éstos serán semejantes a Él[7].

El amigo verdadero, es fiel en todas las circunstancias, no apenas en los buenos momentos sino también en las adversidades. Por eso es un tesoro de incalculable valor. Cierta vez, preguntado Alejandro Magno sobre dónde tenía sus tesoros, respondió que en los amigos.

Séneca exclama: “¿Qué cosa más grata que tener un amigo con el cual puedas tener confianza para todo, a quien creas como te creerías a ti, con quien hables como hablarías contigo?”[8] Entre los amigos debe existir confianza y amor recíproco, este se demostrará especialmente en las dificultades pues el verdadero amigo permanece más unido que nunca al que cayó en la desventura, lo alienta con su ayuda desinteresada, dándole consuelo y siendo, en muchos casos, su único sostén. Encontrar tales amigos es un don muy apreciable que Dios concede a los que le temen. Los justos, siendo fieles a Dios en todas las circunstancias, lo son también a su amigo y sólo ellos permanecen fieles en medio de su desventura. Esta fidelidad en las horas amargas maravillará al otro amigo que, a su vez, la imitará con esmero, con lo que existirá entre ellos la más noble y sincera de las amistades[9].

Aristóteles en la Gran Moral afirma que la verdadera amistad sólo se da entre los virtuosos: “los corazones que están unidos por la virtud son más amigos que todos los demás, porque tienen a la vez todos los bienes: lo bueno lo agradable y lo útil”[10].

Esta es una amistad sólidamente establecida, duradera y bella, pues une a los hombres virtuosos: “la virtud, que engendra esta amistad, es inquebrantable, y, por consiguiente, esta noble amistad, que aquella produce, debe ser inquebrantable como ella”[11].

En el mismo libro Aristóteles muestra como la amistad sincera no es aduladora ni hostil, ni detractora, sino equilibrada:

La amistad sincera es el medio entre la adulación y la hostilidad, y se muestra en los actos y en las palabras. El adulador es el que concede a los demás más de lo que conviene y más de lo que tienen. El enemigo es el que niega las dotes evidentes que posee la persona que aborrece. Excusado es decir que ninguno de estos dos caracteres merece alabanza. El amigo sincero ocupa el verdadero medio; no añade nada a las buenas cualidades que distinguen a aquel de quien se habla, ni le alaba por las que no tiene, pero tampoco las rebaja, ni se complace jamás en contradecir su propia opinión. Tal es el amigo[12].

Si la amistad verdadera, que se forma por la virtud, es estable en el amigo fiel, ¿se puede llamar amistad la de un amigo inestable? ¿Qué es lo que lleva a una amistad a ser inestable?

Es porque muchos hombres son amigos por utilidad o por placer, por tanto, la amistad tiene su origen fuera de la virtud y en estos términos no es amistad.

La amistad por utilidad se constituye porque los que forman dicha amistad tienen los mismos intereses, por tanto, a esta amistad pueden allegarse también los hombres malos sin dejar de serlo. Esta amistad, que se funda en lo útil o lo placentero, nunca es estable y al desaparecer la causa que la formó, ella desaparece: “la amistad del vulgo sólo procede del interés; y, en fin, la del placer es la amistad de los hombres groseros y despreciables”[13].

No nos debemos indignar al encontramos malos amigos, pues esto no siempre va contra la razón. Si el principio motriz de la amistad fue el placer o la utilidad, desapareciendo estos motivos, desaparece la amistad. Algunas veces la amistad continúa, aunque queda patente que el amigo procedió mal. Siendo así, no debemos indignarnos con él, pues si la amistad no se formó por la virtud, es natural que el amigo no proceda según ella:

La indignación que se siente [con un mal amigo] no está justificada, pues no habiendo contraído en el fondo más que una amistad de placer, no hay motivo para imaginar que debería haber una amistad de virtud. Esto es imposible, porque a la amistad de placer o de interés importa muy poco la virtud. Uno, está ligado a otro por el placer, quiere encontrar la virtud y se engaña. La virtud no sigue al placer ni al interés, mientras que ambos siguen a la virtud. Se incurre en un grave error cuando se cree que los hombres de bien son muy agradables los unos a los otros. Los malos, como dice Eurípides, gustan los unos de los otros[14].

Ahora, nos podemos preguntar: ¿Puede haber una relación de amistad entre amigos cuyos motivos sean diferentes? ¿Sería estable esta amistad?

A la primera pregunta respondemos que sí, y lo ejemplificaremos con un caso histórico, o mejor, uno que marcó la Historia de la Humanidad: “aquel a quien yo besare, ese es, aseguradle. Arrimándose, pues, luego a Jesús, dijo: Dios te guarde, Maestro. Y le besó. Díjole Jesús: ¡Oh amigo!. ¿A qué has venido aquí?”[15].

Analicemos este trecho: nuestro Señor Jesucristo llama de amigo a Judas. ¿Qué tipo de amistad existía entre ambos? De parte de Jesús no podría haber otra sino de virtud. Pero la amistad de Judas era utilitaria (quería ser el Tesorero del Reino) y desapareciendo la utilidad, por la cual Judas formó su amistad con Jesús, queda destruida la amistad, abriendo las puertas a la traición.

Vemos aquí, que la amistad, por parte de Jesús, es estable incluso durante la traición. En cambio, la amistad de Judas es inestable por ser utilitaria e interesada, justificando, con toda facilidad, la traición.

Alguien podría preguntarse: ¿No existe un placer también en la amistad virtuosa y sincera? ¿Estará ésta en desventaja respecto a la amistad de placer? Ciertamente no, sería un absurdo, dice Aristóteles: “si quitáis a los hombres de bien esta ventaja de complacerse y de ser agradables los unos a los otros, se verán forzados a buscar otros amigos que lo sean más, para unirse y vivir con ellos, porque en la intimidad de la vida común nada hay más esencial que el complacerse mutuamente”[16]. Y concluye que: “los hombres de bien, más que nadie, son agradables los unos a los otros”[17].

Otro aspecto a ser considerado, es cuando hay desigualdad en el afecto entre ambos amigos, por ser diferente el objeto de la amistad. En el caso de amistad virtuosa, si el amigo que hace más bien percibe que el otro no corresponde a la misma altura, redoblará la afección hacia ese amigo para atraerlo. Pero cuando surge ese problema en amigos que tienen diferentes objetivos siendo que ninguno de ellos posee una amistad virtuosa, no será posible apreciar claramente quien de los dos es el que tiene razón. Aristóteles nos dice así:

Por ejemplo, si uno se ha unido por placer y otro por interés, puede haber gran dificultad en discernir quién es el culpable. Aquel de los dos que da la preferencia a lo útil no cree que el placer que se le proporciona, sea equivalente a la utilidad que se prometía; y por su parte el otro, que da la preferencia al placer, no cree recibir una compensación suficiente del placer, que es lo que él busca, en los servicios que se le prestan. Y he aquí por qué en las amistades de este género se producen tales desavenencias[18].

Cabe ahora analizar el papel que juega la semejanza y la diferencia en la amistad, tanto en la virtuosa como en las otras.

En la amistad virtuosa, los amigos se atraen por su semejanza, en cambio, en la utilitaria o en la de placer la atracción es por la diferencia. Por ejemplo, el pobre ama utilitariamente al rico que puede ayudarlo.

Importa destacar también que la amistad no es un hecho aislado, es necesario que ese acto se haga habitual. Por eso, Santo Tomás dice en la Suma Teológica[19] que la amistad designa un hábito y no un acto. Además, hace la distinción entre el amor y la caridad:la caridad no significa sólo amor de Dios, sino también cierta amistad hacia Él; la cual añade al amor la reciprocidad en el mismo (mutuam redamationem) junto con cierta mutua comunicación”*.

Elredo se hace eco de la definición de Cicerón sobre la amistad: “la amistad es el consenso en las cosas humanas y divinas, basado en la benevolencia y la caridad”[20]. Esta definición nace de una visión antropológica abierta a lo trascendente, entendiendo al hombre como un espíritu encarnado, en el cual, tanto el cuerpo como el alma se encuentran integradas armónicamente.

Para Elredo, la amistad auténtica debe tener cuatro notas características: dilectio, affectio, securitas e iucunditas. Lo expresa así:

Hay cuatro elementos que me parecen especialmente propios de la amistad: la dilección, el afecto, la confianza y la elegancia. La dilección se expresa con los favores dictados por la benevolencia; el afecto, con aquel deleite que nace en lo más íntimo de nosotros mismos; la confianza, con la manifestación, sin temor ni sospecha, de todos los secretos y pensamientos; la elegancia, con la compartición delicada y amable de todos los acontecimientos de la vida —los dichosos y los tristes—, de todos nuestros propósitos —los nocivos y los útiles—, y de todo el que podemos enseñar o aprender[21].
 

SCOMPARIN, Aumir. LA AMISTAD. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades. Licenciatura Canónica en Filosofía. Medellín, 2009. p. 33-40


[1] AQUINO, Tomás de. Suma teológica. 4a. ed. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos,  2001. páginas 246-247.  1ª 2ª q.26, a.4.

[2]  LAGO ALBA, Luis. Tratado de la caridad: introducción a las cuestiones 23 a 46. En: AQUINO, Tomás de. Suma teológica. Tomo III, parte 2ª 2ª (a).  4a. ed. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos,  2001. p. 208.

[3] Ibid., p. 208.

[4] GARRIGOU-LAGRANGE, Reginald. O homem e a eternidade. Lisboa: Áster, 1959.  p. 37. (Traducción propia).

[5] BALMES, Jaume. Curso de filosofía elemental.  París: Bouret y Morel, 1849.  p. 404.  cap. X. Ítem 58.

[6] MONDIN, Battista. Dizionario enciclopedico del pensiero di San Tommaso d’Aquino.  2a. ed.  Bolonia: Studio Domenicano, 2000.  p. 33. (Traducción Propia)

[7] PETISCO, José Miguel y TORRES AMAT, Félix.  Sagrada Bíblia. 6a. ed. Madrid: Apostolado de la Prensa, 1956.  p.  821.

[8] GARCÍA CORDERO, Maximiliano. Biblia comentada: textos de la Nácar-Colunga. Libros Sapienciales. Vol. IV. [En línea]. <Disponible en: <http://www.holytrinitymission.org/ books/spanish/biblia_comentada_a_colunga_4.htm> [Consulta: 21 Abr., 2009].

[9] Ibid.

[10] La gran moral.  4a. ed. Buenos Aires: Espasa-Calpe, 1948. L. II, cap. 13. p. 91.

[11] Ibid., p. 92.

[12] Ibid., p. 42.  L. I, cap. 29.

[13] Ibid., p. 92.  L. II, cap. 13.

[14] Ibid., p. 92.

[15] PETISCO y TORRES AMAT, Op. Cit.  (Mt. 26, 48-50)

[16] ARISTÓTELES, La gran moral, p. 93. L. II, cap. 13.

[17] Ibid.

[18] Ibid., p. 94. L. II, cap. 13.

[19] AQUINO, Tomás de, Op. Cit. 1ª 2ª q.26 a.3.

* Comentarios de la edición de la Suma Teológica de la BAC. 1ª 2ª q.65 a.5

[20] RIEVAL, Elredo de. De spiritali amicitia. I.11, citando a Cicerón, De amicitia 20. [En línea].  <Disponible en: http://es.wikipedia.org/wiki/Elredo_de_Rieval> [Consulta: 18 Mar., 2009].

[21] Ibid.

El silencio para pensar

auroraPe. Hamilton Naville

            Durante un encuentro con profesores y alumnos de las Universidades Eclesiásticas de Roma, Benedicto XVI afirmó que precisamos del silencio para alcanzar la contemplación, “el pensamiento tiene siempre necesidad de purificación para poder entrar en la dimensión en la cual Dios pronuncia su Palabra creadora y redentora, es su Verbo “que salió del silencio”, para usar la bella expresión de San Ignacio de Antioquía (Carta a los  Magnesios, VIII, 2)”[1].

            Así somos los hombres, debemos pensar en silencio para alcanzar las verdades más altas.

            Se podrá argumentar que el pensamiento puede ser ayudado por la música.  Es verdad, pero cuanto más suave y armoniosa la música, cuanto más leve su volumen, más facilita el pensar.

            La estridencia, la cacofonía, ahuyentan el pensamiento profundo.

            Y cuando la cacofonía no es la cacofonía exterior, producida por ruidos estridentes en la calle, sino que es la cacofonía interior que puede traer una vida desarreglada o un impaciente frenesí por las cosas banales, el resultado del pensamiento es más pobre aún.

            El sacerdote y filósofo español Jaime Balmes, en su obra magistral “El Criterio”, afirmaba muy claramente algo que a primera vista nos parece obvio: “El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error”[2].

            Pues bien, si en este momento en el que los conceptos de “verdad” y “error” son banalizados porque en muchos ambientes está vigente lo que el Cardenal Ratzinger[3], pocos días antes de ser Papa, llamó “la dictadura del relativismo”, es necesario volver a focalizar la filosofía, ese amor de la sabiduría, como amor de la verdad, que es la finalidad del entendimiento. No tenemos la facultad de entender o pensar simplemente para que ideas caóticas se reúnan en nuestra cabeza, y poder expresar una u otra indistintamente sin valorizar. ¡Tenemos la facultad de pensar para buscar y alcanzar la verdad!

            Continúa Balmes un poco más adelante:

Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende[4].

            Y no “da lo mismo” llegar a la verdad o no llegar… Volvemos a Balmes:

Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero, cuando conocemos la verdad a medias podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras[5].

            Para llegar al conocimiento de esa verdad, es necesario pues, pensar bien, y para pensar bien, como es obvio, es necesario prestar atención a lo que se piensa, meditar y tener las condiciones necesaria para eso, que no la encontraremos en el bullicio. Por lo cual indica Balmes más adelante:

El primer medio para pensar bien es atender (…)Se nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja, intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos que nos distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias interesantes, que se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de contarle a otros o de meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos presenta el hecho desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la atención debida[6].

            Es el ruido, podemos agregar a lo que dice Balmes, el ruido físico, el estrépito, o el ruido en sentido analógico, el caos en las ideas, o la falta de serenidad en el momento de formular una idea, la que nos lleva muchas veces a no prestar esa “atención debida”, a lo que se debe prestar atención. O el ruido que nos distrae, en el sentido etimológico, nos lleva de un lugar a otro, y a no prestar atención a aquello que deberíamos, y nos encamina al error.

            Otra de las fuentes de errores, distracciones, y de percepciones equivocadas, es el exceso de palabras. El exceso de palabras o confunde (da a entender una cosa diferente a aquella que se está queriendo prestar atención), o nos hace entender algo que puede ser incluso diametralmente opuesto a lo que quien se expresa está queriendo decir.

            Y el exceso de palabras, en el mundo contemporáneo, no es solamente porque hay personas que utilizan muchas palabras, sino, peor aún, porque todos hablan al mismo tiempo. Y eso confunde.

            ¡Ese es el ruido contrario a la filosofía!         

 

NAVILLE, Hamilton. El silencio que habla. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teologia, Filosofia y Humanidades. Licenciatura Canónica em Filosofia. Medellin, 2009. p. 36-39.


[1] BENEDICTO XVI, Papa, Hay que educarse em el silencio y en contemplación para alcanzar familiaridad amorosa com la palabra de Dios.  L’Osservatore Romano.  Vaticano. No. 43 (Oct., 2006); p. 13.

[2] BALMES, Jaime. El criterio. Biblioteca electrónica cristiana. [En línea]. <Disponible en: http://multimedios.org/docs/d000152/p000001.htm> [Consulta: 9 Mar., 2009].

[3]  AQUINATE.  Dictadura y relativismo. [En línea]. <Disponible en: http://www.aquinate. net/revista/caleidoscopio/Ciencia-e-fe/Ciencia-e-fe-2-edicao/Fe-2-edicao/fe-ratzinger-homilia-ditadura-relativismo.htm> [Consulta: 15 May., 2009].

[4] BALMES, Op. Cit.

[5] Ibid.

[6] Ibid.

Simbolismo da linguagem

Ir. Angela Maria Tomé, EPconv-jesus-nicodemos

Nada mais carregado de símbolos do que a linguagem humana. Já desde o início da criação, convencionaram-se sons que traduziam conceitos.

São Tomás de Aquino diz: “As palavras são sinais dos conceitos e os conceitos são semelhanças das coisas” (Suma Teológica, I, q. 13, 1). Portanto, metáforas.

Ensina, de maneira muito poética, o Doutor Angélico (Suma Teológica, I, q. 94, 3) que, no início da criação, todas as tardes Deus descia ao Paraíso para conversar com Adão. Nessas ocasiões, fazia desfilarem diante dele todos os animais criados, e juntos os nomeavam, de acordo com sua essência. Ora, essa linguagem inicial ensinada pelo próprio Criador, aos poucos desapareceu, assim como Adão perdeu, pelo pecado, o dom da ciência infusa que tinha recebido ao sair das mãos Divinas.

Afirma o Pe. Victorino Rodríguez, OP (1991, p. 104) em sua obra Estudios de Antropología Teológica:

“A analogia das palavras (nominum analogia) e da linguagem (locutio analogica) é um tema de reflexão filosófica muito antes que surgisse a “filosofia analítica” ou a “análise da linguagem” em meados do nosso século. E antes que aparecessem os estudos sobre a analogia das palavras e das proposições (em Aristóteles e São Tomás, por exemplo), esteve em uso a linguagem analógica, como a das proporções matemáticas e aritméticas, as correlações psicológicas, morais e metafísicas, e, superabundantemente, as analogias metafóricas na literatura desde Homero até nossos dias.

Efetivamente a coisa conhecida impressiona parcialmente a inteligência por sensações que não a revelam em toda sua inteligibilidade, e o conceito produzido também não é plasmado adequadamente na palavra ou na escrita correspondente, além de que pode plasmar-se em outros símbolos não-sonoros ou não-articulados. Esta é a gênese da linguagem, tal como a expuseram Aristóteles e São Tomás (RODRÍGUEZ, 1991, p. 104, tradução nossa).

 

Há dois níveis de símbolos: os não linguísticos, em que o próprio objeto representa algo diferente dele, como é o caso das bandeiras, dos emblemas, dos sinais de trânsito; e os linguísticos, isto é, a própria linguagem, quer falada, quer escrita. É o que Othon M. Garcia denomina de signos-símbolos.

Continua o Pe. Victorino Rodríguez:

A inadequação da palavra original para expressar o conteúdo múltiple do conceito é a razão da enorme amplificação analógica da palavra. Sem que ela mude em si (nomem comune), se abre a um leque de significações conexas ou relacionadas em parcial semelhança (ratio partim eadem, partin diversa) (RODRIGUEZ, 1991, p. 104).

 

TOME, Angela. O conhecimento simbólico na transmissão da verdade. in: LUMEN VERITATIS. São Paulo: Associação Colégio Arautos do Evangelho. n. 7, abr-jun 2009. p. 112-113.

Pulchrum e mundo hodierno

bruxelasDartagnan Alves de Oliveria Souza, EP

Vemos que o homem pode iniciar sua ascensão tendo como ponto de partida suas próprias obras (Belas Artes)[1], ou a partir da contemplação das criaturas sentir-se atraído a Deus.[2] Isso ocorre pelo fato de ele possuir uma sede de absoluto infundida pelo próprio Absoluto.[3] Essa sede verdadeiramente existe e o convida, por vias naturais, a conhecer o Criador.

No mundo hodierno pode parecer que essa sede tenha desaparecido em todos os homens, mas isso não é real, ela se conserva nos que mantiveram em sua alma a inocência. Certo está de que em alguns ela praticamente não se manifesta, ou melhor, eles não mais sentem suas manifestações, mas isso se dá pelo fato de os homens terem deixado esmaecer em si o reflexo de Deus.[4] Por mais que vivamos cercados de edifícios de concreto que toldam nossas vistas em relação à sublimidade existente na natureza e nos prendam a uma visão materialista e mecanicista das coisas, podemos ainda ter um gáudio de alma contemplando, por exemplo, um pôr-do-sol que atrai nossa atenção e faz com que nos perguntemos a respeito de sua causa e de seu significado.

Vemos, assim, que essa sede de conhecimento, mesmo nos dias atuais, apesar de estar muitas vezes amortecida, não desapareceu, mas, constantemente, leva o homem a transcender as aparências materiais das criaturas para chegar à Causa.[5] Diz o Livro da Sabedoria: “… a grandeza e a beleza das criaturas fazem, por analogia, contemplar seu Autor”,[6] “pois foi a própria fonte da beleza que as criou”.[7]

OLIVEIRA SOUZA, Dartagnan.  Pulchrum: Caminho para o Absoluto? in: LUMEN VERITATIS. São Paulo: Associação Colégio Arautos do Evangelho. n. 8, jul-set 2009. p. 100-101.

[1] JOLIVET, Tratado de Filosofia III: Metafísica, Op. Cit., p. 264.

[2] S. Th. I, q. 39. a. 8.

[3] CLÁ DIAS, João Scognamiglio. La fidelidad a la Primera Mirada: Un periplo desde la aprehensión del ser hasta la contemplación de lo Absoluto. São Paulo, 2008. p. 137. Trabalho de pós-graduação (Humanidades). PUCMM. Facultad de Ciencias y Humanidades.

[4] Ibid., p. 5.

[5] Ibid., p. 135.

[6] Sb 13,5.

[7] Sb 13,3.

O Temporal e o Espiritual na Sociedade

bento-e-presidente            Diác. José Victorino de Andrade, EP 

 

 

            Seria um erro pensarmos que a esfera temporal e a espiritual se redundam numa só, sobretudo pelos diferentes domínios que envolvem o Estado e a Religião, conforme afirmou o Papa Bento XVI, na sua viagem à França:

 

Parece-me evidente que hoje a laicidade por si mesma não está em contradição com a fé. Aliás, diria que é um fruto da fé, porque a fé cristã desde o início era uma religião universal, portanto, não identificável com um Estado, uma religião presente em todos os Estados e diferente dos Estados. Para os cristãos foi sempre claro que a religião e a fé não estão na esfera política, mas colocam-se noutra esfera da vida humana… A política, o Estado não é uma religião mas uma realidade profana com uma missão específica.[1]

 

            Várias vezes ele se referiu à sã laicidade, quer na visita feita aos EUA quer na visita à França; E chegou mesmo a advertir, ainda que: “onde a política quer ser redenção, ela promete demasiado. Onde pretende fazer a obra de Deus, não se torna divina, mas demoníaca”.[2] Não quer isto dizer que o Estado não tenha um papel na sacralização da sociedade e que esse papel pertença exclusivamente à Igreja. “Ambas as realidades devem estar abertas uma à outra”.[3]

            De acordo com José Ferrater Mora,

 

Aristóteles foi o primeiro a afirmar que a sociedade organizada num Estado tem de proporcionar a cada um dos membros o necessário para o seu bem-estar e felicidade como cidadãos. […] Foi, contudo, S. Tomás que o esclareceu amplamente (SUMA TEOLÓGICA), ao afirmar que a sociedade humana como tal tem fins próprios que são “fins naturais”, que há que atender e realizar. Os fins espirituais e o bem supremo não são incompatíveis com o bem comum da sociedade como tal; pertencem a outra ordem. Há que estabelecer como se relacionam as duas ordens mas sem destruir uma delas.[4]

 

            Ora, cabe ao Estado a assistência aos fins naturais da sociedade humana, enquanto os fins sobrenaturais parecem pertencer a outra ordem. Porém, elas relacionam-se, não se devem repelir, pois possuem ambos um fim sacral, conforme esboçou Corrêa de Oliveira:

 

O fim da sociedade e do Estado é a vida virtuosa em comum. Ora, as virtudes que o homem é chamado a praticar são as virtudes cristãs, e destas a primeira é o amor a Deus. A sociedade e o Estado têm, pois, um fim sacral. Por certo é à Igreja que pertencem os meios próprios para promover a salvação das almas. Mas a sociedade e o Estado têm meios instrumentais para o mesmo fim, isto é, meios que, movidos por um agente mais alto, produzem efeito superior a si mesmos.[5]

           

            A Igreja, reconhecendo todas as instituições que de alguma forma a auxiliam e se ordenam ao mesmo fim, procura a harmonia e aceita de braços estendidos a cooperação, para bem das almas, conforme afirmou João Paulo II:

 

Ao desempenhar a própria missão, de ordem espiritual, e sempre desejosa de manter o maior respeito pelas necessárias e legítimas instituições de ordem temporal, a Igreja nunca deixa de apreciar e alegrar-se com tudo aquilo que favorece a vivência da verdade integral do homem; não pode não congratular-se com os esforços que se envidam para tutelar e defender os direitos e liberdades fundamentais de cada pessoa humana; e rejubila e agradece ao Senhor da vida e da história, quando planificações e programas – de caráter político, econômico, social e cultural – são inspirados no respeito e amor da dignidade do homem, em demanda da “civilização do amor”.[6]

 

            E se este entendimento por vezes não existiu, não foi por desdém da Santa Sé em trabalhar por soluções conjuntas, mas porque estariam envolvidas questões que custariam ao Catolicismo uma transigência que jamais poderia aceitar, por serem contrárias à sua missão sobrenatural ou aos seus princípios mais básicos.

 

 

VICTORINO DE ANDRADE, José. A Igreja e o Verdadeiro Progresso: Sacralização e Pleno Desenvolvimento no mundo contemporâneo. 17 f. Trabalho (Mestrado em Teologia Moral) – UPB, 2009. p. 7 e 8.
 

[1] Entrevista concedida pelo Santo Padre aos jornalistas durante o voo para a França, 12 de Setembro de 2008. Presente em http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/september/documents/ hf_ben-xvi_spe_20080912_francia-interview_po.html. Último acesso em 23/02/2009

[2] Ratzinger, Joseph. Fé, Verdade, Tolerância. Traduções UCEDITORA: Lisboa, 2007. P. 105-106

[3] Idem.

[4] FERRATER MORA, José. Dicionário de Filosofia. Tradução de António José MASSANO; Manuel PALMEIRIM. Lisboa: Publicações D. Quixote, 1978. p. 30-31.

[5] RCR, op. cit. 2. C

[6] Discurso do Papa João Paulo II aos Membros do Governo Português. 12 de Maio 1982

 

 

 

Virtud y Felicidad

Pe. Juan Francisco Ovalle Pinzón, EPsta-teresinha

            

 

            Por encima de las aspiraciones humanas existe un fin esencial, ontológico en el orden del ser humano e intrínseco a la vida, sea cual sea esta; este es el fin último objetivo del ser en el cual se encuentra la satisfacción a los deseos humanos y en el cual no queda ninguno de ellos por fuera, que en suma solo puede ser Dios. A pesar de existir este fin es el fin perfecto de los hombres, estos en muchas ocasiones procuran un fin diferente que a pesar de no ser perfecto, ni sobrenatural, ni último (objetivamente hablando) es considerado por muchos como el fin último de sus vidas y en este aspecto adquiere el título de fin último subjetivo, pues depende de la intención que tenga el sujeto agente a su respecto y del bien que la persona tome para su vida. Del fin que el hombre escoja para su vida dependerá su forma de existencia, debido a que el fin especifica los actos humanos[1] y les imprime moralidad, por lo menos subjetiva, a la existencia individual.

            Objetivamente hablando, el cumplimiento de la finalidad está intrínsecamente ligado a la práctica de las virtudes e inherente en la moralidad de los actos humanos, no apenas desde una perspectiva aristotélica, más aún, desde una que sea de mayor alcance en la perfección de la naturaleza del hombre. Pues la práctica de la virtud debe generar en el ser humano sensaciones de bienestar que se actualizan, por lo menos por recuerdos, a lo largo de la vida.

            A pesar de los beneficios que se presentan en el hombre virtuoso no son pocos los que volcándose únicamente hacia sí mismos, subjetivando el fin último, descartan y rechazan toda forma de virtud, estableciéndola como hostil en la procura de la felicidad. “Del conflicto entre la virtud y la felicidad surgen los distintos sistemas de la Filosofía moral”[2]  y por ende las diferentes concepciones de felicidad; estas concepciones, motivadas e influenciadas por un contexto determinado, han variado a lo largo de los siglos junto con el progreso de la sociedad humana.


[1] S.Th. I-II  c1  a3

[2] ENCICLOPEDIA UNIVERSAL Ilustrada Europa-América. Madrid: Espasa-Calpe, 1988.  p. 579.  Tomo XXIII. 

La razionalità della creazione

Pe. Eduardo Caballero, EP

 

universo

La razionalità della creazione[1]

 

La suprema razionalità del Creatore si riflette nella sua creazione. L’unità della creazione ha come conseguenza che una tale razionalità si trova in tutto il creato, nel suo insieme e in ognuna delle sue parti, in diversi gradi. La Sacra Scrittura ne fa menzione in modo palese[2]. Dalla intelligibilità del cosmo ne derivano il suo ordine e armonia, che però soltanto possono essere percepiti attraverso una filosofia realista[3], e così essere riferiti alla assoluta razionalità del Verbo di Dio, come al suo modello, mediante il quale tutto è stato creato. La razionalità dell’universo implica che Dio non ha creato in modo cieco, bensì secondo un disegno sapiente, un piano concreto di salvezza. In questo modo, sono escluse le ipotesi di un mondo apparso per caso o come conseguenza più probabile di un fenomeno caotico senza senso. Invece, questa razionalità parla chiaramente del disegno e della finalità volute da Dio per le sue creature[4]. Non si tratta semplicemente di una armonia interna alle singole creature, bensì dell’espressione della sollecitudine provvidente di Dio nei confronti di esse, la quale costituisce una economia di rivelazione e di salvezza in Gesù Cristo[5]. L’unità, la bontà e la verità poi della realtà creata rivelano la bellezza di tutto ciò che Dio ha fatto.

 

CABALLERO, Eduardo.La teologia dell’interpretare il Big Bang secondo l’approccio del Prof. Paul Haffner. Tesi di Licenza. Pontificia Università Gregoriana. Roma, 7 maggio 2009.


[1] Cf P.M. HAFFNER, Il mistero, 86-88.

[2] Ad esempio, Sap 7,17-21.

[3] Cf supra, cap. 1, § 1.2.

[4] Vedere, ad esempio, M. HELLER, «Teilhard’s vision of the world and modern Cosmology», Zygon 30 (1995) 11-23.

[5] Un approccio interessante al tema della razionalità del cosmo si può trovare in A. MCGRATH, Scienza e fede in dialogo. I fondamenti, Torino 2002, 51-101. Sono anche interessanti le recenti riflessioni J. POLKINGHORNE, «Afterword: Some Further Reflections», in WATTS, F., ed., Creation: Law and Probability, Hampshire (England) – Burlington (VT, USA) 2008, 189-192.