La noble amistad del discípulo para con su fundador

sao-joao-boscoPe. Aumir Scomparin, EP

Aristóteles, hablando sobre la amistad completa, muestra como ella reúne todos los elementos de una noble amistad. La describe así:

 

¿Son éstas, por lo demás, las afecciones y los sentimientos de la amistad ordinaria o sólo están reservadas a la amistad completa que se funda en la virtud? Todas las condiciones se encuentran reunidas en esta noble amistad. En primer lugar no se desea, vivir con otro amigo que no sea éste, puesto que lo útil, lo agradable y la virtud se encuentran reunidos en el hombre de bien. Además, queremos el bien para él, con preferencia a cualquiera otro, y deseamos vivir y vivir dichosos con él más que con ningún otro hombre[1].

 

Aplicando esta amistad a una orden religiosa, tanto entre sus miembros como en la relación discípulo-Fundador, veremos que el afecto que muestran sus integrantes entre sí, es una amistad completa fundada en la virtud. Sobre todo cuando la relación es vertical, o sea, de discípulo para fundador y viceversa.

 

La amistad con el Fundador, es una amistad completa y en ella se encuentran todas las condiciones para tener una noble amistad: el fundador, para una orden religiosa es como un padre, es un verdadero amigo al cual el discípulo quiere imitar para llegar a la perfección de la vocación a la que fue llamado. Él desea estar el mayor tiempo posible con su Fundador puesto que lo útil, lo agradable y la virtud se encuentran reunidas en ese hombre de bien que es su Fundador. El discípulo le desea el bien y quiere vivir dichoso con él más que con ningún otro hombre. Ve a sus hermanos de vocación como hijos de un mismo padre y existe entre ellos un amor entrañable. Cada uno ve en su hermano, un reflejo de su Fundador.

 

Podría objetarse que es imposible que exista una amistad de superior a inferior y viceversa, pero no es lo que ocurre en la realidad. La amistad existe tanto en la igualdad como en la desigualdad. Hay una amistad en la desigualdad, que es la misma que une al padre con el hijo, o al fundador con el discípulo. Afirma Aristóteles:

 

[…] hay una amistad, una relación, en la desigualdad, que es la que une al padre con el hijo, al soberano con el súbdito, al superior con el inferior, al marido con la mujer y, en general, que existe respecto de todos los seres entre quienes se da relación de superior a subordinado. Por lo demás, esta amistad en la desigualdad es en estos casos completamente conforme a la razón. Si hay algún bien que repartir, no se dará una parte, igual al mejor y al peor, sino que se dará siempre más al ser superior. Esto es lo que se llama igualdad de relación, igualdad proporcional, porque el inferior, recibiendo una parte menos buena, es igual, puede decirse, al superior que recibe una mejor que la de aquel.

 

De todas las especies de amistad o de amor de que se ha hablado hasta ahora, la más tierna es la que resulta de los lazos de la sangre, particularmente el amor del padre para el hijo[2].

 

Pero el amor del Fundador siempre será mayor que el de su discípulo, porque sus discípulos son sus obras y la persona guarda una mayor benevolencia para lo que es suyo. Así lo explica Aristóteles:

 

El padre, pues, en cierta manera, obra más en punto a amar, porque el hijo es obra suya. Esto es lo mismo que se observa en otras muchas cosas; siempre es uno benévolo con la obra que uno mismo ha ejecutado. El padre puede decirse que es benévolo con un hijo, que es obra suya, y su cariño es sostenido a la vez por el recuerdo y por la esperanza, y he aquí por qué el padre ama más a su hijo que el hijo al padre[3]. 

 

SCOMPARIN, Aumir. LA AMISTAD. Universidad Pontificia Bolivariana – Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades. Licenciatura Canónica en Filosofía. Medellín, 2009. p. 51-53


[1] ARISTÓTELES, La gran moral, p. 95. L. II, cap. 13.

[2] Ibid., p. 98.  L. II, cap. 13.

[3] Ibid.

De los delitos y penas y el sacramento de la confesión

Pe. Jorge Maria Storni, EPconfissao

 

El pecado mortal puede tipificar también un delito penal sujeto a una pena, la cual puede impedirle al pecador recibir válidamente la absolución, hasta tanto la pena no haya sido levantada.

            Este tema excede evidentemente los límites de este trabajo, y materia del derecho penal canónico, y se encuentra legislado en el Libro VI del Código.

            Sin embargo, nos atrevemos a dar al respecto una sucinta explicación, dada la relevancia que el mismo tiene, especialmente para los confesores, dejando su profundización para ocasión.

            La Iglesia tiene derecho originario y propio a castigar con sanciones penales a los fieles que cometen delitos.[1] Nadie puede ser castigado, a no ser que le sea gravemente imputable la violación externa de una ley o precepto. Debe haberlos infringido deliberadamente; quien lo hizo por omisión de la debida diligencia no debe ser castigado, a no ser que la ley o precepto dispongan otra cosa. Cometida la infracción externa se presume la imputabilidad, salvo que conste lo contrario.[2]

            El levantamiento o cesación de las penas, según los delitos, puede estar reservado a la Sede Apostólica, a los ordinarios, o a los ordinarios del lugar.[3] El confesor puede remitir en el fuero interno sacramental la censura latae sententiae de excomunión y de entredicho que no haya sido declarada, si resulta duro al penitente permanecer en estado de pecado grave durante el tiempo que sea necesario para que el Superior provea. En estos casos, en confesor ha de imponer al penitente la obligación de recurrir al Superior competente, a un sacerdote que tenga esa facultad, en el plazo de un mes, bajo pena de reincidencia.[4]

            En virtud de su oficio, tienen la misma facultad, ordinaria y no delegable, el canónico penitenciario, tanto de la iglesia catedral como de una colegiata, siempre que no se trate de censuras reservadas a la Santa Sede.[5] También, como ya fue dicho, todo sacerdote aún desprovisto de la facultad para confesar,  absuelve válidamente a cualquier penitente que se encuentra en peligro de muerte, y absuelve lícitamente de toda censura y pecado, aunque se encuentre presente un sacerdote aprobado.[6]

            De lo dicho más arriba, aunque muy sintéticamente, se deduce la relevancia que tiene para el confesor conocer los delitos, y las penas que a cada uno de ellos le corresponde;  la extensión y consecuencias de cada pena; la autoridad competente para levantarlas o hacerlas cesar; los procedimientos correspondientes para ello, sea en el fuero interno o externo, y en el fuero interno sacramental.

            No son propiamente los pecados en si mismos, cuya absolución está reservada a una autoridad determinada, sino el levantamiento de las penas, pues es posible que el mismo pecado haga incurrir o no en una determinada pena, según ciertas condiciones, como por ejemplo, la edad del deficiente.

            En este sentido, no queda sujeto a ninguna pena, entre otros supuestos, quien no ha cumplido dieciséis años; o quien ignoraba sin culpa que estaba infringiendo una ley o precepto, y a la ignorancia se equipara la inadvertencia y el error.[7]

STORNI, Jorge. La misión de santificar de la Iglesia Católica y el sacramento de la reconciliación.  Mestrado em Direito Canônico — Pontifício Instituto de Direito Canônico do Rio de Janeiro, 2009. p. 20-22.


[1] Can. 1331

[2] Can. 1321

[3] Cf. Can. 1354-1356

[4] Cf. Can. 1357

[5] Can. 508

[6] Can. 976

[7] Cf. Canon 1323